Orión: la leyenda Orestes, príncipe de Caenus

Capítulo 26

El viaje de Orestes y Horana hacia la Selva Negra comenzó luego de aquella despedida emotiva. Al dejar atrás a sus amigos y seres queridos, sintieron una mezcla de tristeza y determinación. El camino hacia la Selva Negra era arduo y lleno de desafíos, pero ambos sabían que era una misión crucial.

A medida que avanzaban, el paisaje cambiaba drásticamente. Las praderas abiertas y los cielos despejados dieron paso a bosques densos y oscuros, donde la luz de Alnitak apenas lograba filtrarse a través del espeso follaje. La atmósfera se volvía más pesada y cargada de misterio con cada paso que daban.

Orestes, con su mirada resuelta, lideraba el camino. A su lado, Horana mantenía una vigilancia constante y sus sentidos agudizados ante peligro inminente. Los sonidos de la naturaleza a su alrededor parecían susurrar advertencias y secretos, creando una sensación de tensión que los acompañaba día y noche.

En su travesía, se encontraron con ríos turbulentos que debían cruzar con cautela, y con criaturas salvajes que los observaban desde las sombras. Cada noche, encendían pequeñas fogatas para mantenerse calientes y ahuyentar a los depredadores. Sentados alrededor del fuego, compartían historias y estrategias, fortaleciendo su vínculo y preparándose mentalmente para lo que les esperaba en la Selva Negra.

A medida que se adentraban más en el corazón del bosque, la vegetación se volvía más densa y las rutas menos definidas. Dependían de los mapas antiguos y de la intuición de Horana para no perderse en el laberinto verde, lugar en que Orestes y su lazarillo no habían pasado la primera vez. En varias ocasiones, tuvieron que enfrentarse a emboscadas de criaturas oscuras que intentaban impedir su avance. Orestes, con su habilidad de combate, y Horana, con su destreza y astucia, lograban repeler los ataques, aunque cada enfrentamiento los dejaba más exhaustos.

Una tarde, mientras atravesaban un claro, encontraron un antiguo altar cubierto de musgo y enredaderas. Horana lo reconoció como un lugar de poder y sugirió que descansaran allí para recargar energías. Mientras Orestes meditaba en silencio, Horana recitaba antiguas oraciones, conectándose con la naturaleza y los espíritus del bosque. El altar les brindó una renovada sensación de propósito y fuerza.

Finalmente, después de días de viaje y de superar numerosos obstáculos, la pareja llegó a los límites de la Selva Negra. Ante ellos se erguían imponentes árboles que parecían alcanzar el cielo con sus ramas entrelazadas formando una barrera natural. Sabían que al cruzar esa línea, entrarían en un territorio desconocido y peligroso, donde los habitantes de la Selva Negra desatarían su furia al enterarse de la llegada de Orestes.

Con una última mirada de determinación y confianza mutua, Orestes y Horana se adentraron en la Selva Negra, listos para enfrentar los desafíos que les aguardaban y cumplir con su destino. Ambos ignoraban que habían llegado a la Grieta de Basber, lugar donde habitaban los mayores enemigos de los guardianes.

Los árboles, altos y antiguos, parecían susurrar secretos olvidados por el tiempo. Orestes y Horana avanzaban con cautela, cada paso resonando en el silencio opresivo del bosque.

De repente, un crujido en la maleza los hizo detenerse. Horana levantó una mano, señalando a Orestes que se detuviera. Ambos aguzaron los oídos, tratando de identificar la fuente del sonido. Unos ojos brillantes aparecieron entre los arbustos, observándolos con una mezcla de curiosidad y amenaza.

—¿Qué crees que es? —susurró Orestes, sin apartar la vista de los ojos que los acechaban.

—No lo sé, — respondió Horana en voz baja, —pero debemos estar preparados para cualquier cosa.

Con movimientos lentos y calculados, Orestes desenvainó su espada, mientras Horana sacaba un pequeño cuchillo de su cinturón. Los ojos desaparecieron tan rápido como habían aparecido, dejando tras de sí una sensación de inquietud.

Continuaron su camino, más alertas que nunca. El bosque parecía cobrar vida a su alrededor, con sombras que se movían y sonidos que surgían de todas direcciones. Cada paso los acercaba más a su destino, pero también aumentaba la tensión en el aire.

—¿Quién demonios es y en dónde estamos? —susurró Orestes. —Me enerva el suspenso y tengo impulsos de pelear.

—No, puede ser peligroso. Recuerda que estamos en tierras de oscuridad y caos. No podemos hacer tanto ruido y lo sabes. Ya estuviste aquí y recuerda todo lo que padeciste.

Ambos siguieron su camino, en completo silencio concentrados en cada sonido y movimiento a su alrededor. La atmósfera era opresiva, y el silencio solo era roto por el crujido ocasional de las ramas bajo sus pies y el murmullo distante de criaturas invisibles.

—Esa cosa nos persigue y no me agrada. —alertó Horana —puedo verlo entre los árboles.

—Horana, ten cuidado —pronunció Orestes, señalando hacia la Grieta de Basber —me parece que nos hemos encontrado con una guarida en medio de este horrible lugar.

Horana asintió, su mirada aguda explorando los alrededores. La Grieta de Basber era un lugar temido por aquellos que sabían de su existencia, conocido por ser hogar de criaturas malignas y trampas letales. La atmósfera era opresiva, y un silencio inquietante lo envolvía todo.

—No podemos quedarnos aquí mucho tiempo —dijo Horana en voz baja, ajustando su agarre en su arma—. Debemos movernos con rapidez y sigilo.




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