Oscura & Silenciosa Navidad

Marionetas de la Oscuridad

El esposo de la madre de Mark miró a su alrededor en silencio, mientras pensaba a toda prisa. Observó a los pobres aldeanos, aterrados, con los ojos fijos en sus ataduras. Estaban todos inmovilizados; el miedo y la desesperación en sus rostros eran algo que él no podía ignorar.

Con un suspiro se concentró de nuevo en una solución. "Piensa", se dijo, "Se me debe de estar pasando algo por alto". En ese momento se dio cuenta que, en el tiempo que llevaban, todavía ningún soldado había entrado a comprobar las ataduras; eso le dio una idea. Podrían intentar buscar la forma de desatarse. De esta manera, si entraban, tendrían una oportunidad de, al menos, defenderse o atacar incluso.

Inclinándose hacia Tomas, le habló lo más bajo que pudo, casi en un susurro: —¿Se te ocurre alguna idea que nos pueda ayudar a desatarnos? —preguntó.

Tomas miró a su alrededor, buscando algún tipo de herramienta o elemento punzante que pudieran usar para su propósito. Después de unos segundos buscando, vio que, en uno de los lados de la mesa desvencijada que se alzaba en uno de los lados de la sala de estar, había un saliente punzante. Una esquina de la mesa, con los años, había perdido parte de su cubierta de madera, dejando al aire una esquina de metal.

Tomas llegó a la mesa y se inclinó para examinar el saliente metálico. Lo tocó con las manos, y sintió que el metal estaba algo oxidado, pero afilado. Sabía que no era lo idóneo y que, posiblemente, tardaría un buen rato, pero era lo único que tenían. Agarró el extremo de la cuerda que lo mantenía atado y comenzó a frotarla contra el metal con movimientos lentos y cuidadosos.

La cuerda se iba deshilachando lentamente, debido a la mala calidad del filo. Miró a su alrededor con ansiedad, observando a los otros aldeanos, cuyas expresiones se volvían más tensas por la espera. El miedo estaba a punto de desbordarse, pero él no podía fallarles.

—Un poco más... —se dijo en voz baja, al tiempo que la cuerda iba cediendo poco a poco.

Finalmente, tras varios intentos fallidos y algunos dolorosos rasguños, la cuerda finalmente se rompió. Tomas dejó escapar un suspiro de alivio, y, con manos temblorosas, liberó su muñeca. Ahora estaba libre, pero la misión aún no había terminado. Todavía quedaba el resto de los aldeanos. Se frotó su muñeca, dolorida después del rato que había pasado atado.

Una vez desatado, Tomas abrió la puerta para acceder a la habitación de al lado, donde se encontraba la cocina. Allí encontró varios cuchillos. Los cogió todos. Los repartiría entre los aldeanos más fuertes para poder repartirse el trabajo de desatar a sus vecinos y para que tuvieran más oportunidades a la hora de defenderse. Volvió al salón donde empezó a cortar las ataduras y, según iba cortando, iba repartiendo los cuchillos.

El esposo de la madre de Mark, una vez desatado, también le echó una mano, ayudando a liberar a los más cercanos. Los aldeanos, aunque aún incrédulos por la rapidez del plan, comenzaron a moverse más rápido, entendiendo que su única oportunidad de sobrevivir era actuar sin vacilar.

De pronto, un ruido fuerte sonó desde fuera. El capitán de la patrulla había decidido inspeccionar la cabaña. Tomas se congeló, con el corazón en la garganta.

—¡Rápido! —susurró el esposo de la madre de Mark—. ¡Tenemos que movernos ahora!

No había tiempo para pensar en más detalles. Los aldeanos comenzaron a levantarse, uno por uno, con pasos cautelosos. El esposo de la madre de Mark les indicó que se escondieran en la habitación contigua llena de trastos viejos. Una vez dentro, se agacharon, conteniendo la respiración, quedando solos en la sala de estar Tomas, Edwin y el esposo de la madre de Mark.

El capitán y sus soldados se acercaban más. A través de la rendija de la puerta, podían ver las sombras de los soldados acercándose a la puerta. El sonido de sus botas retumbaba en el suelo de madera, sonando cada vez más cerca. La tensión era palpable. Los tres hombres contuvieron el aliento, el sudor resbalándoles sobre la frente.

Edwin habló por primera vez en todo el rato que llevaban allí.

—Tienes que usar ese libro, tenemos que librarnos de ellos —dijo abruptamente, sin preaviso. Los otros dos le miraron asombrados. —Richard, tienes que actuar.

—¿Cómo es que me conoces? —preguntó asombrado —excepto ese capitán de pacotilla y mi mujer saben mi verdadero nombre. En el pueblo siempre me llaman por el esposo de mi mujer.

—Te conocí cerca de la excavación donde se produjo aquella batalla. Yo era uno de los guardianes de las reliquias. Me quedé dormido, y cuando me desperté, te vi saliendo de allí corriendo con un libro en la mano. Miré y, efectivamente, era el que estaba custodiando. A consecuencia de eso, me deportaron al campo de concentración, como castigo a mi negligencia. —dijo, recordando dolorosamente su estancia en aquel sitio infernal.

—Entonces... —Richard bajó la cabeza. Su voz denotaba decepción. —¿Has sido tú quien me ha delatado, quien les ha dicho donde estaba?

Sí —dijo finalmente y bajó la mirada, sintiéndose un miserable—. Fui yo quien les dio la pista de dónde te encontrabas. No tuve elección, Richard. No sabes lo que me hicieron en el campo de concentración, las torturas por las que pasé... Me prometieron que si colaboraba, podría recuperar mi libertad. No sabía que las cosas llegarían a este punto, que asediarían una aldea llena de gente humilde... No podré librarme nunca de la culpa —su voz temblaba mientras hablaba, y sus ojos se llenaban de lágrimas—. Pero ahora sé que me han usado, igual que siempre. Nunca me dejarán ir. No sé si hay forma de redimir lo que he hecho, pero... quiero ayudar.

—No sé si puedo confiar en ti, Edwin —respondió Richard, mientras el sonido de los soldados se hacía más cercano. Sus palabras eran duras, pero había un destello de comprensión en sus ojos—. Pero si de verdad quieres ayudar, esto es tu oportunidad para redimirte. No podemos hacerlo solos.



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En el texto hay: guerra, horror lovecraftniano, lovecraft

Editado: 21.05.2025

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