Por la mañana me despierto con un ánimo combativo. Debo conseguir este trabajo. Elijo ropa clásica, adecuada para la oficina. Salgo de casa y me dirijo a la parada. Todavía llovizna un poco y yo me alegro de ello. El clima ya no afecta mi estado de ánimo. Además, las nieblas y las lluvias son propias de mi tierra. Así que levanto la cabeza y camino con seguridad, dispuesta a conquistar nuevas cimas para mí.
Quiero volver algún día de vacaciones a esos lugares. Me encantó aquella atmósfera. Y me encantaría volver a aquella casita. Pero para eso necesito dinero. Con esos pensamientos cruzo el umbral del edificio al que me invitaron para la entrevista.
Media hora después salgo del despacho sonriente y satisfecha. Me conducen por un pasillo estrecho y me muestran mi lugar de trabajo. Es una pequeña habitación sin ventanas ni puertas, con paredes desnudas, una mesa vieja y una silla que cruje. Del techo cuelga un cable con un portalámparas y una bombilla. En la mesa hay dos teléfonos, un montón de cuadernos y algunos papeles. Me muestran lo que debo hacer y me pongo manos a la obra.
Sí, no es lo que imaginaba ni lo que deseaba. En el anuncio la descripción era un poco distinta. Pero gracias, Dios, también por esto. Sobre todo porque aquí pagan el salario cada semana. Me alcanzará justo, sumado al dinero que aquel rubio me metió entre mis cosas.
Por la tarde regreso a casa, cocino algo para cenar, tomo un baño caliente y me meto en la cama. A la mañana siguiente despierto con una sonrisa en los labios y lágrimas en los ojos. Soñé con Sasha, con sus abrazos. Mi corazón late con fuerza. Gracias a esas sensaciones, me siento viva otra vez. Solo la certeza de que no volveremos a vernos siembra tristeza en mi alma. Pero me convenzo de que hice lo correcto y que así será mejor para mí.
Pasa casi una semana desde que empecé a trabajar. No es que me guste, pero de momento no hay otra opción. Seguimos con la misma llovizna. La humedad cuelga en el aire. Y mi ánimo montañés poco a poco se desvanece. Vuelvo a odiar la lluvia, me duermo sobre la almohada mojada. Y me torturo con la idea de si acaso el rubio me habrá escrito...
El despertador suena y suena, pero no puedo levantarme. Me quedé dormida apenas al amanecer. Tiendo la cama, preparo café y me alisto para el trabajo. Hoy tengo un día corto, y mañana será mi primer salario.
Corro a la parada del bus y trabajo con empeño hasta el mediodía. Afuera ha empezado a llover. Camino de regreso a casa esquivando los charcos grandes.
—¿¡Qué pasa con tu teléfono!? —escucho un gruñido a mi espalda.
Sobresaltada, me doy la vuelta y me encuentro con la mirada directa del rubio. Simplemente lo observo.
—¿Y por qué caminas bajo la lluvia fría sin paraguas?
No puedo pronunciar una palabra. Recorro con la vista sus ojos, sus labios.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto con voz quebrada.
—Vine a ver cómo estabas. No logré comunicarme contigo.
—Perdón. Estoy bien.
Nos miramos en silencio, clavando los ojos uno en el otro.
—¿Qué pasa con tu teléfono? —se acerca más.
—Cambié de número.
—¿Por qué?
—Temía que ya no me llamaras más.
—¡Eso es genial, joder! —exclama con rabia en la voz.
—¿Cómo me encontraste? —pregunto aún en shock.
Mis manos tiemblan, el corazón late desbocado.
—Bueno, tampoco es que nunca supiera tu apellido ni tu dirección —responde con algo de sarcasmo—. Cambiaste el número, ¿y cómo se supone que iba a encontrarte? Aunque no te había dicho que trabajo en informática. Pregunté un poco a la dueña de la casa donde estuvimos, usé algunos conocimientos, hackeé a alguien por ahí.
Tras un minuto de silencio, digo:
—Vi a una rubia que entró en mi habitación.
—Sí, justo después de que te fuiste.
—Ella te sonreía.
—Lo vi. Nos marchamos a casa a la mañana siguiente. Sin ti ya no era lo mismo.
—¿Y no se congeló? —escondo una sonrisa en el cuello de mi abrigo.
—No le pregunté —lanza, todavía enojado conmigo, pero ya con una pasión ardiente en la mirada, acercándose del todo.
Lo abrazo por el cuello y busco sus labios. Nos quedamos en medio del patio vacío, bajo la fría lluvia otoñal. Pero en mi interior ya es primavera, florecen las flores y brilla el sol.
—Ven a mi casa, estás empapado. ¿Cuánto llevas esperando aquí?
—Esperaba que me invitaras a entrar. Porque no tengo dónde quedarme —me sonríe.
Camina hacia un coche nuevo, carísimo a la vista, saca unas flores y una bolsa. Lo pone en alarma y subimos a mi apartamento.
Apenas la puerta se cierra tras nosotros, nos lanzamos a los brazos del otro.
—Tengo frío, caliéntame —me susurra en los labios.
En silencio lleno la bañera con agua caliente y le quito la ropa mojada. Mirándolo a los ojos, me despojo de todo lo que llevo y entro en la bañera.
—Yo también tengo mucho frío.
Su nuez se mueve bruscamente y sus ojos se tornan negros cuando se une a mí.
—¿Qué quieres que prepare de comida?
Le pregunto a Aleksandr mientras estamos en la cama, con mi cabeza apoyada en su pecho.
—¿Aquí hay algún lugar donde se pueda pedir comida a domicilio?
—La verdad, ni idea. Siempre cocino yo misma.
—¿Y vas a consentirme con albóndigas caseras y pastelitos?
Me besa las manos y me regala una caricia tierna en los labios.
—Si lo pides bonito, claro —sonrío ante sus gestos.
—Eso sí que sé hacerlo.
Me da la vuelta, se acomoda sobre mí y baja con sus besos cada vez más abajo.
Para la cena al final pedimos comida, porque no nos quedaban fuerzas para nada más.
A la mañana siguiente fui a trabajar, aunque Sasha me insistía en que nos fuéramos de vacaciones. Decía que ya estaba claro, que éramos pareja y podíamos permitirnoslo. Pero yo fui terca y seguí yendo cada día a aquella habitación oscura.
Él me llevaba por la mañana y me recogía por la tarde. Trabajaba con su portátil en casa mientras yo no estaba, o en una cafetería cerca de mi trabajo.