Otoño Eterno

Capítulo 1: Otoño en Ravenwick

Seraphina

El otoño en Ravenwick no era un simple cambio de estación: era el corazón palpitante del pueblo, un eterno ciclo de hojas que nunca dejaban de caer, como si los árboles decidieran desprenderse de su memoria una y otra vez. Nadie en el pueblo recordaba la última vez que vio primavera o verano, y lo cierto es que, con el tiempo, nadie quiso recordar. El otoño lo envolvía todo: las calles adoquinadas, el humo que salía de las chimeneas, los escaparates donde calabazas talladas miraban con sonrisas torcidas, y los faroles que titilaban como si una bruja traviesa jugara con la electricidad.

Yo nunca me había sentido prisionera de esa estación. Para mí, el otoño era compañía. Había nacido con sus hojas bajo mis pies y aprendí a medir el paso del tiempo en función de los tonos de los robles: a veces más dorados, a veces más rojizos, siempre infinitos. Mi tienda, El Caldero de Nyx, estaba impregnada de ese espíritu. Los estantes rebosaban frascos con etiquetas antiguas: raíz de mandrágora, polvo de luna, pétalos secos de dalia negra. El olor era una mezcla entre canela, resina y humo, con un fondo mineral que solo alguien entrenado reconocería como esencia de obsidiana triturada.

Nyx, mi gato, se encontraba echado sobre el mostrador. Su cola se movía como un péndulo lento mientras sus ojos ámbar me observaban, demasiado conscientes para ser los de un simple felino.
—No me mires así —le murmuré mientras revolvía una mezcla en el caldero pequeño—. Si digo que hoy venderemos al menos cinco frascos de infusión de paz, lo haremos.

Nyx bostezó, mostrando colmillos blancos como cuchillas, y giró la cabeza hacia la puerta.

El tintineo de la campanilla anunció la llegada de la primera clienta: una anciana de cabello gris recogido en un moño apretado. Traía un chal de lana raído y un aire de preocupación en los ojos.
—Señorita Blackthorne —dijo, apretando contra el pecho una bolsa de tela—. Mi nieta no logra dormir. Dice que escucha voces en las paredes.

Tomé la bolsa y, con un gesto, invité a la mujer a sentarse en la silla junto al fuego. Ya había aprendido que, más allá de las hierbas, muchas veces lo que necesitaban los habitantes de Ravenwick era escuchar que sus miedos no eran absurdos. Porque en este pueblo, los susurros en las paredes rara vez eran simples imaginaciones.

Mientras preparaba la mezcla, las noticias del día iban llegando como ráfagas de viento: alguien aseguraba haber visto luces extrañas en el bosque, otro juraba que los lobos habían estado más cerca de las casas de lo habitual, y, en medio de todo, un rumor que me hizo arquear una ceja.

—Dicen que volvió —murmuró la anciana, bajando la voz—. El vampiro.

No hizo falta que pronunciara el nombre. No necesitaba hacerlo. Ravenwick no olvidaba.

Me limité a verter un puñado de pétalos de amapola en la infusión, el vapor subiendo con un aroma dulce que calmaba el aire.
—Los rumores se esparcen como la niebla, señora Rowan. Y a veces esconden más de lo que muestran.

Ella asintió, pero vi en sus ojos que la inquietud persistía. Cuando se marchó con su frasco, el silencio se instaló en la tienda, roto solo por el crujir de la leña en la chimenea.

—Lucian Duskborne —susurré finalmente, como si decirlo en voz alta invocara algo.

Nyx se irguió, las orejas atentas.

Recordaba ese nombre. Lo recordaba porque había sido parte de mis lecciones de historia oculta: el vampiro que rompió la tregua, que jugó con la sangre de los aldeanos como si fuera vino, que desapareció una noche envuelto en escándalo. Y ahora… ¿volver?

Sacudí la cabeza y cerré el libro de cuentas. Afuera, el cielo ya se teñía de un naranja intenso que presagiaba otra noche eterna. Cerré la tienda, aseguré los cerrojos encantados y dejé que Nyx se acurrucara en mis hombros mientras caminábamos hacia casa.

La brisa arrastraba hojas secas que parecían susurrar mi nombre. Y entre esos susurros, una certeza incómoda empezó a crecer en mí: Ravenwick estaba cambiando, y no de la forma en que el otoño lo hacía. Algo regresaba. Algo que iba a desordenar mi mundo cuidadosamente ordenado.

Y, aunque no lo admitiera, parte de mí quería verlo con mis propios ojos.




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