Lucian
Nunca pensé que volvería a pisar Ravenwick. Y sin embargo, allí estaba, cruzando el puente de piedra mientras el río reflejaba luces doradas de calabazas talladas. El aire olía igual que antes: a hojas húmedas, a humo, a hechizos en reposo. Solo que yo no era el mismo que se marchó.
El pueblo había envejecido, pero de una forma extraña: como un cuadro que conserva su belleza aunque el marco se carcoma. Los escaparates seguían ofreciendo dulces de calabaza y pociones disfrazadas de tónicos. Los habitantes seguían mirando de reojo, susurrando más de lo que hablaban. Y cuando mis botas resonaron sobre los adoquines, lo sentí de inmediato: miedo. Un miedo antiguo, enterrado pero nunca muerto.
Me saqué los guantes de cuero y jugué con el anillo en mi dedo: plata ennegrecida, el escudo de los Duskborne. Muchos lo reconocerían. Mejor así. Me gustaba ver cómo los valientes bajaban la mirada primero.
El murmullo me siguió hasta la plaza central. Allí, el mercado otoñal bullía como un enjambre: puestos con velas aromáticas, niños con capas rojas fingiendo ser brujos, lobos disfrazados de humanos que olían demasiado a bosque para engañar a nadie. Me detuve frente a la fuente central, la estatua de piedra cubierta de musgo. La misma donde, hacía décadas, se había derramado más sangre de la que Ravenwick estaba dispuesto a recordar.
—Así que vuelves a casa, Lucian —murmuré para mí mismo, con una sonrisa torcida—. Qué imprudente.
Las miradas se clavaban en mí. Algunas de odio, otras de fascinación morbosa. Nadie se acercaba. Excepto ella.
La vi a lo lejos primero: cabello oscuro con reflejos cobrizos, capa verde musgo que ondeaba con la brisa, un gato negro en brazos que parecía un fragmento de sombra con ojos encendidos. Su andar era seguro, casi altivo, aunque percibí la tensión en sus hombros cuando nuestros ojos se encontraron.
Seraphina Blackthorne.
El apellido pesaba tanto como el mío en estas tierras. Su familia y la mía nunca habían sido aliadas, pero tampoco enemigos directos. Hasta que yo arruiné todo.
Ella no apartó la mirada. Y eso me divirtió más de lo que debería.
Me acerqué lentamente, cada paso calculado para resonar en la piedra. Los murmullos crecieron como un coro espectral. Cuando estuve frente a ella, incliné la cabeza en un gesto que era a la vez saludo y burla.
—Vaya, lo que faltaba para completar el cuadro otoñal: una Blackthorne y un Duskborne en la misma plaza. ¿No parece sacado de una tragedia?
Sus ojos verdes destellaron como hojas al sol.
—O de una pesadilla —respondió con voz firme.
El gato bufó, arqueando la espalda, y eso solo alimentó mi sonrisa torcida.
—Nyx todavía recuerda, ¿eh? —dije en tono casi juguetón—. Me halaga.
Ella apretó la mandíbula. No me temía, no como los demás. Me detestaba, y esa diferencia era como un vino fuerte: más intenso, más adictivo.
El aire parecía haberse espesado entre nosotros. Yo podía oír los latidos acelerados de los curiosos alrededor, el murmullo de los lobos vigilantes, incluso el roce de las hojas al caer. Pero lo único que realmente me interesaba era ella.
—¿Qué quieres, Duskborne? —preguntó, cruzando los brazos.
Me permití un segundo de silencio antes de responder, saboreando la tensión.
—Lo mismo que siempre quise, querida Seraphina: quedarme.
Sus labios se curvaron en una mueca de incredulidad.
—Ravenwick no te quiere aquí.
—Oh, lo sé —sonreí, mostrando apenas un destello de colmillos—. Pero, ¿y tú?
No respondió. Me miró como si quisiera quemarme con la fuerza de un conjuro, y durante un instante juré que lo haría. Pero no lo hizo. Se giró con la misma dignidad con que había llegado, su capa ondeando como un estandarte de guerra.
El gato, sin embargo, no me quitó los ojos de encima. Y en esos ojos dorados sentí algo que me incomodó más que todo el odio del pueblo: advertencia.
Mientras ella se alejaba, los rumores en la plaza estallaron como un enjambre desatado. Mi regreso ya no era un secreto. Y en lo profundo de mi pecho, un presentimiento crecía: Ravenwick estaba a punto de arder otra vez.
Y yo pensaba quedarme para verlo.
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Editado: 18.08.2025