Seraphina
El amanecer en Ravenwick no traía luz plena, sino un resplandor difuso, como si el sol se negara a entrar por completo en este pueblo atrapado en un otoño perpetuo. Desde mi ventana, el bosque parecía cubierto por un velo de bruma naranja y dorada. Nyx, como siempre, estaba despierto antes que yo, observando con atención un punto invisible en la pared.
—No empieces —le dije, apartando un mechón de cabello de mi rostro—. No necesito tus silenciosas advertencias antes del desayuno.
Él parpadeó, indiferente, y saltó hacia el alféizar, con la cola erguida. A veces olvidaba que no era solo un gato. O tal vez lo recordaba demasiado bien.
El día prometía tranquilidad: debía preparar un lote de pociones calmantes, revisar un encargo de hierbas secas para el Consejo de Brujas, y—
Un ruido en la plaza interrumpió mis planes. Voces alzadas, murmullos ansiosos. No tardé en intuir la causa. Ravenwick tenía nuevos temas de conversación desde anoche.
Lucian Duskborne.
Me puse la capa, coloqué un colgante de runas alrededor de mi cuello y salí con Nyx siguiéndome los pasos. El aire olía a castañas asadas y a tensión. En la plaza, una multitud se había reunido. Y en el centro, como si hubiera nacido para atraer todas las miradas, estaba él.
Lucian se recargaba en la fuente con una despreocupación insolente, su chaqueta negra ondeando como si el viento trabajara para él. Sus ojos grises se iluminaron apenas me vio acercarme.
—Vaya, si no es la señorita Blackthorne —dijo, su voz cargada de esa ironía que parecía diseñada para irritarme—. ¿Has venido a supervisar mi ejecución pública?
—He venido a evitarla —respondí, cruzándome de brazos—. Aunque no niego que sería entretenida.
El murmullo del público se volvió expectante. Los brujos, los lobos, incluso algunos vampiros que habían decidido no exiliarse, todos observaban. El aire estaba impregnado de magia contenida.
Lucian sonrió, y en ese gesto había arrogancia y burla a partes iguales.
—Sabía que no podrías resistirte a mí.
—Lo que no puedo resistir —repliqué, avanzando un paso— es la necesidad de recordarte que Ravenwick no es un circo para tus exhibiciones de ego.
Nyx bufó, arqueando el lomo. Algunos en la multitud rieron con nerviosismo. Yo alcé la mano y conjuré una chispa verde en mis dedos. No era más que un amago, una advertencia. Pero él no se inmutó.
—Hechizos a plena luz del día —murmuró Lucian, inclinándose hacia mí como si compartiera un secreto—. ¿No es eso contra el reglamento del Consejo?
—¿Y beber sangre en las sombras no lo es? —le respondí, sin ceder terreno.
Nuestros ojos se encontraron en un duelo silencioso. Lo odiaba. Odiaba su forma de mirarme como si pudiera desarmarme con una sonrisa torcida. Y lo que más odiaba era que parte de mí quería demostrarle que no podía.
El murmullo aumentó, y la tensión estaba a punto de explotar cuando una voz resonó desde el otro extremo de la plaza.
—¡Basta!
Selene, mi hermana, avanzaba con paso firme, su vestido largo ondeando como un estandarte de autoridad. Los curiosos retrocedieron de inmediato. Su sola presencia imponía silencio.
—Lucian Duskborne —dijo, su voz clara como el repicar de una campana—. El Consejo discutirá tu regreso en privado. No toleraremos espectáculos en las calles.
Lucian hizo una leve inclinación de cabeza, burlona.
—Consejo, juicios, reglas… qué nostálgico.
Selene me miró con severidad.
—Y tú, Seraphina, recuerda que no es tu deber resolver lo que corresponde al Consejo.
Me mordí la lengua para no responder. Ella siempre encontraba la forma de recordarme que era menor, menos importante, menos prudente que ella.
Lucian me lanzó una última mirada cargada de diversión antes de girarse con elegancia y marcharse.
Mientras lo veía alejarse, algo dentro de mí ardía. No sabía si era rabia, desafío… o algo mucho más peligroso.
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Editado: 18.08.2025