Otoño Eterno

Capítulo 6: El pacto roto

Lucian

El Consejo de Ravenwick siempre me había parecido un espectáculo patético: brujas con túnicas solemnes, lobos con rostros severos, vampiros que fingían obediencia mientras calculaban cómo clavar colmillos en la oscuridad. Una mesa larga, símbolos grabados en piedra, palabras que pesaban como cadenas.

Y allí estaba yo, de pie en el centro de la sala, escuchando cómo me acusaban con la misma pasión con que se acusa a un fantasma de rondar un cementerio.

—Un joven muerto en el bosque —dijo Adrian Vale, el alfa de la manada, con su voz grave y cargada de ira contenida—. Marcas en el cuello. ¿Quieres que creamos que es coincidencia que aparezcas justo ahora?

Sus ojos ámbar brillaban con hostilidad. Siempre le había divertido ese detalle: los lobos eran incapaces de ocultar sus emociones, como si la bestia en su interior no supiera comportarse en reuniones políticas.

Me crucé de brazos, relajado.
—Oh, por favor. Si quisiera alimentarme, no dejaría rastros tan obvios. Me conoces mejor que eso.

El murmullo de los presentes creció.

Selene Blackthorne habló entonces, con voz firme:
—Sea cual sea la verdad, el pueblo está inquieto. La tregua peligra.

Ah, la tregua. Ese viejo tratado tejido con sangre y miedo, que mantenía a brujas, lobos y vampiros en un equilibrio incómodo. Yo mismo había sido testigo de su nacimiento… y de lo frágil que era en realidad.

El anciano representante de los vampiros carraspeó.
—Si Lucian rompe el pacto, arrastrará a todos con él.

Yo reí suavemente, un sonido que resonó en la sala como un eco irreverente.
—No necesito romper lo que ya está resquebrajado. El bosque habla, aunque ustedes prefieran no escucharlo.

Los lobos gruñeron, las brujas apretaron los labios. El Consejo estaba dividido, como siempre. Pero entonces una voz femenina se alzó desde la entrada.

—Él tiene razón.

Todas las cabezas giraron. Seraphina estaba allí, de pie, con su capa aún húmeda por la bruma del bosque.

—Examiné el cuerpo —continuó, sin apartar la mirada de Selene—. No fue un vampiro. Lo que atacó al joven no se parece a nada que hayamos visto.

Un silencio pesado se instaló. Yo sonreí para mis adentros. Braveza en una Blackthorne… qué raro placer observarlo.

Adrian frunció el ceño.
—¿Quieres que confiemos en tus visiones, bruja?

—Quiero que confíen en hechos —replicó ella, alzando la voz con una fuerza inesperada—. Lucian puede ser muchas cosas, pero no un asesino torpe que deja cuerpos en claros visibles.

Sentí la punzada de una emoción extraña: orgullo.

El Consejo debatió largo rato, pero al final, la decisión fue un compromiso envenenado.

Yo no sería exiliado de inmediato. Seraphina, en cambio, fue designada para investigar lo ocurrido.

—Si tanto defiendes su inocencia, te encargarás de probarla —dijo Selene, con un dejo de dureza que ni su serenidad pudo ocultar.

Seraphina palideció, pero no retrocedió.

Y así, con un golpe de martillo sobre la mesa de piedra, quedó sellado el destino: ella debía asociarse conmigo.

Al salir de la sala, crucé a su lado y susurré lo bastante bajo para que solo ella escuchara:
—Vaya, querida… parece que seremos compañeros de juegos.

Me fulminó con una mirada que podría haber hecho temblar montañas.

Pero bajo su rabia, sentí la chispa. Esa chispa peligrosa que me decía que el verdadero pacto roto no era el del Consejo.

Era el que estaba naciendo entre nosotros.




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