Seraphina
El aire estaba demasiado quieto aquella noche. Como si el bosque entero contuviera la respiración. Desde la colina podía ver la línea oscura de los árboles, y entre ellos, una bruma extraña, más densa que cualquier niebla natural.
Lucian y yo intercambiamos una mirada. No hacía falta hablar: ambos sabíamos que lo que habíamos leído en la biblioteca estaba a punto de cumplirse.
Los primeros gritos llegaron poco después. Guardias del Consejo que habían ido a patrullar, ahora corrían desesperados de regreso, algunos heridos, otros sin armas. Tras ellos, surgieron las sombras.
No eran vampiros. No eran brujos. Eran criaturas deformes, como si alguien hubiera cosido pedazos de distintos animales en un solo cuerpo. Sus ojos brillaban con un resplandor enfermizo, y su piel parecía vibrar como humo sólido.
—¡Demonios del vacío! —exclamó un anciano brujo a mi lado, blandiendo su bastón.
Yo levanté las manos y comencé a trazar runas en el aire, liberando un muro de fuego que contuvo a las primeras bestias. Lucian apareció a mi lado, espada en mano, sus movimientos veloces como relámpagos.
El campo se convirtió en un caos. Vampiros y brujos, enemigos de toda la vida, peleaban espalda contra espalda contra las criaturas. Gritos, crujir de huesos, hechizos explotando en la oscuridad.
Por un instante creí que perderíamos. Pero entonces recordé lo que había leído: esas bestias no podían ser destruidas solo con fuego o acero. Había que cerrar la grieta por donde habían llegado.
—¡Lucian! —le grité entre el estruendo—. La grieta está en el corazón del bosque. Tenemos que llegar allí.
Él cortó la garganta de una criatura y me miró con los ojos ardiendo.
—¡Entonces vamos!
Nos abrimos paso entre la locura, ayudados por destellos de magia y golpes certeros. El bosque nos tragó con su sombra húmeda. Cada paso nos acercaba al origen del mal: un claro iluminado por un resplandor púrpura, donde un portal temblaba abierto, como una herida en la realidad.
Alrededor del portal, símbolos tallados en la tierra ardían con luz oscura. Y delante de ellos, una figura encapuchada pronunciaba cánticos en un idioma que me heló la sangre.
—No… —susurré, reconociendo la voz.
Era alguien del Consejo.
Las criaturas salían sin cesar de la grieta. No resistí más: lancé un rayo de energía contra el encapuchado. Este se giró, esquivándolo con facilidad, y sus ojos brillaron con un odio que me atravesó.
Lucian me tomó de la mano.
—No podemos con él todavía. Cierra el portal.
Me arrodillé, comenzando el contrahechizo. El suelo tembló bajo mis rodillas. Cada palabra era como clavarme espinas en la garganta, pero debía resistir. Lucian me cubría, luchando contra dos bestias a la vez, sus movimientos desesperados.
Finalmente, el portal comenzó a cerrarse, como un ojo que se apaga. El encapuchado lanzó un grito de furia y desapareció entre las sombras.
Cuando todo acabó, el claro estaba cubierto de cadáveres de bestias, y los sobrevivientes del Consejo apenas podían mantenerse en pie.
Habíamos ganado esa batalla, pero no la guerra.
Y lo peor de todo era que ahora sabíamos: había un traidor entre nosotros.
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Editado: 18.08.2025