Otoño Eterno

Capítulo 18: La batalla final

Lucian

El dolor me despertó. Una quemadura ardía en mi pecho, y mi respiración era pesada como plomo. Lo primero que vi fue a Seraphina inclinada sobre mí, con lágrimas y fuego en sus ojos.

—Lucian… —susurró—. Necesito que te levantes. El traidor es Arden.

Su nombre me atravesó como una daga. Arden, el sabio que me había entrenado de niño, que me había enseñado que la lealtad lo era todo. Ahora era el enemigo.

No había tiempo para sanar. Me puse de pie tambaleante, tomé mi espada aún agrietada por el sacrificio anterior, y seguimos la luz del desastre.

El salón del Consejo estaba hecho ruinas. El cielo abierto mostraba la grieta mayor que jamás habíamos visto, y hordas del vacío caían en cascadas. Vampiros y brujos luchaban juntos, pero era como intentar detener una tormenta con las manos.

En el centro, Arden, rodeado de un aura negra, como si el abismo hubiera reclamado su cuerpo.

—¡Arden! —rugí, avanzando con la espada en alto.

Él me miró con compasión retorcida.
—Lucian… siempre fuiste el hijo que nunca tuve. Por eso te daré la oportunidad de ser el primero en unirte al vacío.

Su ataque cayó como un rayo. Apenas logré bloquearlo, y aun así sentí que mis huesos se quebraban.

La lucha fue brutal. Cada golpe suyo era como enfrentar a diez enemigos. Pero Seraphina estaba conmigo, sus hechizos de fuego y luz chocaban contra la oscuridad, forzándolo a retroceder.

El ejército alrededor rugía, pero sabíamos que esto no era una guerra de miles: era un duelo de destinos.

Arden alzó ambas manos y el heraldo del vacío emergió por completo: una criatura sin forma definida, hecha de sombras, bocas y ojos. Su mera presencia hizo que el suelo se resquebrajara.

—¡Si cruzamos espadas con eso, no quedará nada! —gritó Seraphina.

Y entonces recordé la visión que tuve al borde de la muerte: mi espada brillando con una luz que no era mía, sino nuestra. No podía hacerlo solo.

Extendí la mano hacia ella.
—Seraphina… únamos nuestro poder.

Ella dudó un instante, pero luego sus dedos se entrelazaron con los míos. El vínculo fue inmediato: fuego y acero, sangre y magia, nuestras almas como una sola.

La espada ardió con una llama blanca y dorada. Arden retrocedió, su sonrisa por primera vez quebrada.
—¡Imposible! ¡Esa unión está prohibida!

—Entonces es justo lo que necesitamos —respondió Seraphina.

Con un grito de guerra, avanzamos juntos. Cada golpe cortaba la oscuridad, cada hechizo encendía la esperanza. Vampiros y brujos nos siguieron, inspirados por la visión.

La batalla fue un caos de luz y sombra. El heraldo del vacío rugía, Arden se desangraba en su locura, y nosotros dábamos todo lo que éramos.

En el momento final, cuando todo parecía perdido, Seraphina y yo elevamos la espada ardiente hacia el cielo y la clavamos en el suelo.

Una explosión de fuego y luz blanca barrió el campo. La grieta se cerró con un estruendo que hizo temblar los cimientos del mundo. El heraldo fue arrastrado al vacío, gritando con mil voces. Y Arden, atravesado por nuestra hoja, cayó al fin, su cuerpo reducido a cenizas.

El silencio regresó. Un silencio puro, limpio, como si el aire hubiera sido purgado.

Miré a Seraphina, agotado, cubierto de sangre, pero vivo. Ella me sostuvo con una sonrisa rota, y supimos que habíamos ganado.

El precio había sido incalculable. Pero la batalla final había terminado.




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