Seraphina
La luz aún persistía en el horizonte, como brasas flotando en el aire, cuando me di cuenta de que la guerra había terminado. No había rugidos, ni sombras emergiendo de las grietas. Solo silencio. Pero no un silencio pacífico: era el silencio de un cementerio.
Los campos frente a la fortaleza estaban cubiertos de cenizas, cuerpos y armas rotas. Caminé entre los restos, sintiendo el peso de cada paso. Habíamos cerrado la grieta, sí. Habíamos derrotado a Arden y al heraldo del vacío. Pero la victoria no se sentía como pensábamos.
Vi a los vampiros recogiendo a sus caídos, solemnes y orgullosos incluso en la derrota. Vi a los brujos heridos intentando salvar lo que quedaba de grimorios y reliquias chamuscadas. Y vi los rostros de aquellos que no habían sobrevivido: amigos, maestros, aliados que habían confiado en nosotros.
Lucian me alcanzó, tambaleante, con la espada aún en su mano. Tenía los ojos apagados, no de falta de fuerza, sino de exceso de memoria.
—Ganamos… —dijo, como si no terminara de creérselo.
Lo miré y respondí lo único que podía:
—Sí… pero a qué precio.
Nos reunimos en lo que quedaba del salón del Consejo. El techo estaba destruido, pero las columnas seguían en pie. Allí, los líderes que habían sobrevivido discutían ya el futuro.
—Arden destruyó la confianza entre nosotros —dijo un anciano brujo—. Si un traidor pudo infiltrarse hasta lo más alto, ¿cómo sabremos que no quedan más?
Un vampiro replicó con dureza:
—Lo sabremos si dejamos de escondernos y construimos un Consejo conjunto. No podemos regresar a la división, o todo esto habrá sido en vano.
Las voces se alzaban, cada una arrastrando cicatrices. Pero en medio de ese caos, todos miraban a Lucian y a mí. Ya no éramos solo soldados. Después de la batalla, éramos símbolos. Y los símbolos pesan más que cualquier corona.
Sentí una oleada de vértigo. ¿Yo, símbolo de un pacto nuevo? No lo había pedido, no lo había imaginado. Pero entendía que el destino no pedía permiso.
Los días siguientes se mezclaron entre ruinas y esperanza. Se levantaron memoriales con las cenizas de los caídos. Los brujos reconstruyeron bibliotecas a partir de fragmentos quemados. Los vampiros compartieron parte de su sangre con los heridos, un gesto que antes hubiera sido impensable.
Lucian y yo apenas dormíamos. Las noches estaban llenas de pesadillas: yo veía el rostro de Arden, la traición en sus ojos. Él soñaba con el heraldo, sus bocas gritando eternamente. Y sin embargo, cada vez que despertábamos, lo hacíamos tomados de la mano. Esa unión prohibida, ese poder que había cerrado la grieta, nos había marcado. No podíamos negar que éramos distintos.
Al tercer día, un grupo de brujos me llevó aparte.
—Seraphina, lo que hiciste… —dijo una de las magas mayores— unir tu esencia con la de un vampiro. Eso era tabú por siglos. Pero también fue lo que nos salvó. Tal vez sea tiempo de reescribir las leyes.
Me quedé sin palabras. Reescribir las leyes… ¿yo? No era más que una aprendiz hace un año. Pero ahora todo se inclinaba hacia ese cambio.
En paralelo, Lucian era cuestionado por los suyos. Algunos vampiros lo miraban con respeto reverente, otros con desconfianza. Para ellos, había cruzado una línea peligrosa: mezclar su linaje con magia de brujo.
—¿Sigues siendo uno de nosotros? —le preguntó un anciano vampiro en público.
Lucian lo miró fijamente y respondió:
—Más que nunca. Porque sigo aquí, respirando, gracias a esa unión. Y ustedes también.
Las tensiones no desaparecieron de un día para otro, pero algo había cambiado: ya no podíamos fingir que éramos mundos separados. Habíamos peleado y sangrado como uno. Y eso era irreversible.
Cuando la luna nueva llegó, se organizó una ceremonia en el mismo lugar donde Arden había caído. No para celebrar, sino para recordar. Miles asistieron. Vampiros, brujos, y hasta humanos que habían sobrevivido al borde del vacío.
Lucian habló primero, con voz ronca:
—El traidor nos robó hermanos y hermanas. Pero lo que no pudo robar fue nuestra voluntad. Hoy no somos clanes aislados. Somos los que quedamos. Y eso significa que podemos ser más.
Después fue mi turno. Respiré hondo, mirando las estrellas.
—No habrá victoria verdadera si olvidamos a los caídos. Cada uno de ellos confió en que este mundo valía la pena. Que aún había algo por lo que luchar. No podemos traicionar esa confianza. Si el vacío regresa algún día, que nos encuentre unidos.
El silencio se extendió tras mis palabras, y luego un murmullo que se volvió grito unánime: ¡Unidad! ¡Unidad!
Ese fue el inicio del nuevo pacto. Aún frágil, aún lleno de cicatrices, pero real.
Al regresar a mis aposentos esa noche, Lucian me esperaba. Estaba sentado, afilando la espada rota. Me acerqué, y él me miró con esa mezcla de dureza y ternura que solo él tenía.
—¿Crees que lo lograremos? —me preguntó.
—¿El pacto?
—El futuro.
Me senté a su lado y apoyé mi frente en la suya.
—No sé. Pero sé que si el vacío vuelve… no estarás solo.
Y en ese instante, por primera vez desde la guerra, sentí un destello de paz.
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Editado: 18.08.2025