Eloísa Ramírez no sabía en qué momento exacto de su vida había adquirido la pésima costumbre de decir “sí” a cosas que claramente merecían un “no”.
Quizá fue cuando empezó la carrera de Periodismo y descubrió que “solo un rato” siempre significaba tres mil palabras, un café frío y una crisis existencial.
Esta vez, el “sí” tenía nombre y apellido: Mara García.
Su mejor amiga, su compañera de clase y la versión humana de una agenda con patas. Si el mundo se dividía entre los que planificaban y los que improvisaban con una sonrisa, Mara tenía Excel; Eloísa, caos.
—No es una fiesta, es la fiesta —repitió Mara por cuarta vez en menos de diez minutos.
—Todas las fiestas son la fiesta hasta que una termina llorando en el baño por un tipo que estudia Derecho —respondió Eloísa sin levantar la vista del teclado. Estaba redactando una nota sobre la inflación del café en las universidades. Una tragedia moderna, según su criterio.
Mara se dejó caer sobre la cama con un suspiro digno de telenovela de las nueve.
—No voy a llorar. Esta vez es distinto. Andrés me habló.
—¿Andrés, el de Psicología Social?
—Andrés, el de todo —susurró Mara, con esa sonrisa que daba alergia de tan feliz.
Y ahí Eloísa supo que estaba perdida. No Mara. Ella.
Porque cuando Mara se enamoraba, no lo hacía a medias: brillaba como un farol encendido, y si te quedabas cerca, te quemabas con el entusiasmo. Así que, obviamente, esa noche Eloísa iba a acompañarla. No por ganas, sino por amistad. Y por debilidad ante el drama ajeno.
—Elo, por favor. Me dijo que fuera. Me lo dijo él. En persona.
—¿Y qué tiene de malo ir sola?
—¡Todo! Si voy sola, parecerá que estoy desesperada.
—Bueno, un poco lo estás.
Mara le lanzó un cojín. Eloísa lo esquivó con reflejos de periodista que huye de entrevistas incómodas.
—Te juro que si vienes conmigo, te debo una.
—Me debes como diez.
—Entonces, una más no cambia nada.
Silencio. Afuera, el cielo de Madrid amenazaba lluvia, como si también estuviera dudando si salir o quedarse en casa. La taza de café estaba fría, y Mara la miraba con ojos de gato de Pixar: grandes, suplicantes y peligrosamente efectivos.
—Está bien —cedió Eloísa al fin—. Pero no pienso quedarme más de una hora.
—Una hora y media.
—Una hora.
—Una hora y veinte.
—Mara…
—¡Hecho! Te quiero.
—Lo sé —resopló Eloísa—. Y eso es lo que más me preocupa.
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Mientras Mara convertía el armario en zona de desastre natural, Eloísa la observaba como quien mira un documental sobre especies exóticas.
—¿Qué me pongo? —preguntó Mara, sosteniendo dos vestidos prácticamente idénticos.
—El rojo —respondió Eloísa sin dudar—. Siempre el rojo.
Mara brillaba con ese color. Literalmente: había que bajar el brillo de las fotos después.
—¿Y tú?
—Yo no brillo. Yo informo —replicó Eloísa, mostrando su camiseta blanca y vaqueros gastados.
—No puedes ir así.
—Puedo, y lo haré. Si alguien pregunta, soy la periodista infiltrada.
—Al menos maquíllate.
—Eso suena caro y emocionalmente agotador.
—Elo.
—Está bien, pero solo delineador. Y si me sale mal, es arte abstracto.
Mientras intentaba que el delineado no pareciera un electrocardiograma, Eloísa pensó que quizás ir a esa fiesta no sería tan terrible. Peor sería quedarse sola un viernes por la noche escribiendo sobre estadísticas y llorando por el precio del café.
Además, lo sabía bien: las mejores historias empezaban en los lugares donde no querías estar.
—¿Y si no te habla? —preguntó, abrochándose un pendiente.
—¿Quién?
—El de todo.
—Me va a hablar.
—Confianza admirable.
—Fe, Elo. Se llama fe.
—Se llama optimismo con delirio de persecución.
Las dos se rieron. Esa risa que solo existe entre mejores amigas, mitad burla, mitad refugio.
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Después de una hora de indecisión sobre zapatos, clima y destino, estaban listas.
O al menos Mara lo estaba. Eloísa seguía preguntándose cómo había llegado ahí.
—Va a ser divertido —dijo Mara, mirándose por última vez al espejo.
—Eso dices siempre antes de que algo salga mal.
—¿Por qué eres tan negativa?
—No soy negativa. Soy realista con estilo.
El coche de un compañero las esperaba abajo. Antes de subir, Mara la miró con ese brillo nervioso que solo aparece cuando una historia está a punto de empezar.
—Gracias por venir conmigo —dijo.
—No me des las gracias todavía.
—¿Por qué?
—Porque si esto sale mal, me vas a deber una crónica completa de tu desastre amoroso.
Rieron. Inocentes.
Aún no sabían que esa noche iba a ser mucho más que una fiesta.
Mientras avanzaban entre bocinas y luces de la ciudad, Eloísa se prometió no hacer el ridículo. Solo acompañar, tomar una copa, reírse un poco y volver pronto.
Un plan sencillo. Demasiado sencillo.
No sabía que estaba a punto de arruinar su reputación de “inmune al romance universitario” en cuestión de horas.
Ni que, en algún rincón de esa misma fiesta, un chico de mirada seria y sonrisa difícil iba a convertirse en su excepción favorita.