Leonardo Duarte no era de esos que improvisaban la vida como si fuera una coreografía de último minuto, pero tampoco vivía con la rigidez de un robot.
Tenía su rutina, sus hábitos y una disciplina que rozaba lo obsesivo, aunque él prefería llamarla eficiencia social.
Le gustaba levantarse temprano, salir a correr, tomar café negro sin azúcar (porque el azúcar distrae) y revisar los mensajes de sus profesores antes de caer en las garras del scroll infinito.
Sus apuntes de Sociología eran un arcoíris funcional: colores por tema, márgenes perfectos, subrayados quirúrgicos.
Si alguien le robaba un cuaderno, podría reconstruir su personalidad entera solo por el orden alfabético de los títulos.
¿Maniático? Tal vez.
¿Organizado hasta la belleza? Sin duda.
Ese orden le daba calma. Le recordaba que el mundo, aunque caótico, podía entenderse si uno observaba lo suficiente.
Estudiaba Sociología con una mezcla de curiosidad y devoción. Le fascinaban las dinámicas humanas: cómo los grupos se comportaban, cómo se influían unos a otros, cómo el caos terminaba teniendo una lógica propia.
A veces sus amigos bromeaban diciendo que era “el tipo que analiza las fiestas desde el balcón”. Y, en efecto, lo era.
Aunque esta vez, iba a tener que bajar del balcón.
La culpa, como casi siempre, era de Andrés.
Carismático, impulsivo y con un radar especial para los desastres sociales, Andrés necesitaba un acompañante esa noche. Su plan era simple (y potencialmente peligroso): conquistar a Mara.
Y, como en toda historia donde hay un Andrés enamorado, Leonardo estaba destinado a ser la voz de la razón.
—Vamos, Leo —dijo Andrés, esperándolo en la puerta con una sonrisa que ya prometía problemas—. No puedes quedarte encerrado otra vez. Es solo una fiesta.
—Para ti —replicó Leonardo, ajustándose la chaqueta—. Para mí, es un laboratorio social sin control de variables.
—No seas trágico. Además, Mara va a ir —añadió Andrés, con ese tono entre cómplice y desesperado—. Solo necesito que estés ahí por si algo… se me va de las manos.
—Ah, genial —ironizó Leonardo—. Voy a ser tu contención sociológica. Qué emocionante mi viernes.
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Camino al coche, repasaba mentalmente el experimento al que estaba por exponerse: luces estroboscópicas, conversaciones simultáneas, música que anulaba la introspección y alcohol en proporciones sociológicamente preocupantes.
Podía sobrevivir. Lo había hecho antes. Solo debía observar, analizar y mantener la distancia adecuada.
—¿Vas a quedarte mucho rato? —preguntó Leo mientras estacionaban.
—Depende de Mara —respondió Andrés—. Siento que hoy puede pasar algo.
—Sí, claro. Lo llamamos “ilusión colectiva”. Primer tema de la cátedra de Comportamientos Sociales II.
—Tienes que dejar de analizarlo todo, Leo.
—Imposible. Es una deformación profesional.
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Al llegar, el caos organizado lo envolvió: luces parpadeantes, olor a cerveza mezclado con perfume barato, y un conjunto de individuos intentando coordinar movimientos bajo el supuesto de que estaban bailando.
Leonardo respiró hondo. Observación participante, se recordó. La técnica de oro.
—Perfecto —dijo Andrés—. Solo ayúdame a encontrar a Mara. Después puedes quedarte en una esquina y mirar a todos como si fueran parte de tu tesis.
—Ya la tengo pensada —dijo Leonardo con media sonrisa—: “Dinámicas tribales y supervivencia emocional en fiestas universitarias”.
—Eres un caso perdido.
—Lo sé. Pero soy tu caso perdido.
Avanzaron entre el ruido y las luces. Leonardo, a diferencia de muchos, no parecía incómodo. Solo… curioso.
Iba clasificando mentalmente cada grupo:
> “El de la cocina: coalición temporal basada en consumo compartido.
Pareja del sofá: simbiosis dependiente en etapa crítica.
Los del baño: secta emergente con liderazgo rotativo.”
Si alguien le diera un cuaderno, esa noche escribiría una etnografía completa.
Y entonces la vio.
No fue una mirada de película ni un cruce de ojos en cámara lenta.
Fue un parpadeo de caos puro.
Entre la multitud, una chica reía. Cabello corto hasta los hombros, copa en mano, risa libre.
Se movía como si la música la siguiera a ella.
Tenía esa energía desbordante que desarmaba cualquier estructura teórica.
Leonardo se detuvo. En seco.
No sabía quién era. Ni por qué no podía mirar otra cosa.
Solo que había algo en ella que rompía cualquier patrón que él conociera.
Su mente intentó analizarla: confianza alta, espontaneidad dominante, lenguaje corporal expansivo.
Su corazón, en cambio, archivó todo y dijo simplemente: wow.
—¿Qué pasa? —preguntó Andrés, notando que se había quedado quieto.
—Nada —mintió Leonardo—. Acabo de encontrar… un fenómeno social interesante.
—¿Fenómeno qué?
—Nada, nada. Sigue buscando a Mara.
Pero ya no podía concentrarse.
En ese momento, el estudiante avanzado de Sociología, amante del orden y las estructuras, comprendió que su teoría sobre el control social iba a necesitar una revisión urgente.
Y mientras la chica desaparecía entre la multitud, solo pudo pensar:
> “No sé quién eres, pero acabas de desestabilizar mi universo empírico.”