Eloísa no tenía ganas de venir.
Y, si se hubiera dejado llevar por esa vocecita racional que a veces aparecía (una voz que duraba lo mismo que una burbuja en medio de un huracán), se habría quedado en casa viendo una serie, comiendo helado directamente del pote y mandándole mensajes sarcásticos a Mara desde el sillón.
Pero no.
Ahí estaba, cruzando la puerta del edificio universitario con su mejor amiga tirándola de la mano, luces estroboscópicas parpadeando sobre sus cabezas y música que hacía temblar el suelo.
—Recuerda, una hora y veinte —murmuró Mara, entre súplica y advertencia.
—Sí, sí, una hora y veinte —repitió Eloísa con solemnidad teatral, como quien jura algo importante y sabe que va a romperlo.
La verdad era que esa cifra se disolvería antes de que la noche cumpliera su primera canción.
Las fiestas universitarias nunca habían sido su hábitat natural. Demasiado ruido, demasiada gente intentando parecer más segura de lo que estaba. Pero tampoco le huía al caos. Le divertía observar cómo la energía se mezclaba en el aire, cómo todo el mundo fingía tener un propósito más interesante del que realmente tenía.
Y lo cierto era que Eloísa tenía una misión.
Esa noche no era la protagonista. Era la escudera. La cómplice.
Mara llevaba dos días repasando mentalmente qué iba a decirle a Andrés —el chico de cuarto, el que parecía sonreír solo con los ojos—, y Eloísa había prometido acompañarla.
No solo acompañarla: sostenerla, animarla, y, si la cosa salía mal, inventar un incendio metafórico para distraer a todos.
Tenía talento para eso. Para improvisar rescates.
—Vale, vamos a buscar a tu príncipe sociólogo —dijo, con media sonrisa—. Pero si empieza a hablar de teorías estructuralistas, me escapo.
Mara rió, nerviosa.
—No va a hablar de eso.
—Seguro. Nadie habla de Bourdieu en las fiestas —bromeó Eloísa—. Salvo los que quieren impresionar.
Y así, se internaron en el corazón del ruido.
El aire olía a perfume barato, a cerveza derramada y a luces de colores.
Eloísa levantó la copa —no estaba del todo segura de qué había dentro, pero quemaba lo suficiente para valer la pena— y empezó a moverse con la música.
No era una gran bailarina, pero tenía ritmo. Y más importante: tenía actitud.
Movía los hombros, reía, hacía gestos exagerados para que Mara se relajara.
—Respira —le dijo, acercándose a su oído—. Y mantén distancia de cualquiera que lleve bebida. La gravedad siempre conspira contra los vestidos nuevos.
Mara soltó una carcajada y Eloísa sonrió. Misión cumplida, pensó.
Su táctica era simple: distraerla del miedo hasta que se olvidara de tenerlo.
A Eloísa siempre se le había dado bien leer a la gente. No era un talento analítico, era instintivo. Sabía cuándo alguien sonreía por obligación, cuándo mentía por educación o cuándo una mirada pedía auxilio sin palabras.
Quizás por eso todos confiaban en ella tan rápido. O porque su energía tenía esa cualidad contagiosa, algo entre humor y calidez, que hacía que los demás se sintieran seguros.
Aunque a veces, en el fondo, ella misma no lo estuviera tanto.
—¡Julia! —saludó al pasar junto a un grupo—. Amo tu vestido. Si desaparece, no pregunten quién fue.
Las risas estallaron, y Mara soltó otro suspiro de alivio.
Esa era Eloísa: un pequeño huracán de confianza prestada.
La gente a su alrededor reía, pero ella sabía que esa seguridad tenía algo de armadura.
Giró, copa en mano, dejándose llevar por el ritmo.
La música vibraba en su pecho, el suelo temblaba, y durante unos minutos se permitió olvidar el motivo por el que estaba ahí.
Se sentía bien moverse.
El cuerpo liviano, el corazón ligero.
El mundo podía esperar.
No se dio cuenta de que alguien la estaba mirando.
Entre el vaivén de luces y sombras, ella seguía bailando.
Sentía el calor en la piel, el eco de la música subiéndole por las piernas, la copa fría en la mano.
Todo era movimiento.
Caos en su forma más pura, pero era su caos.
Eloísa no sabía que, al otro lado del salón, alguien la observaba con atención; que sus gestos distraídos, su risa espontánea, esa manera de girar como si el espacio le perteneciera, estaban dejando una huella silenciosa en una mirada ajena.
No lo sabía, y quizás mejor así.
Porque si lo hubiera notado, se habría sentido incómoda.
O peor: habría intentado descifrarlo.
Ella no estaba ahí para eso.
Estaba ahí por Mara.
—Vamos, que no se nos escape tu sociólogo —dijo con tono cómplice.
—No es mío —protestó Mara, aunque su sonrisa la traicionó.
—Lo será, si yo tengo algo que ver —replicó Eloísa, levantando la copa como si brindara con el universo.
El ruido aumentó.
Las luces parpadeaban, el aire vibraba, y Eloísa tuvo que esquivar a un grupo que pasaba corriendo.
En un giro torpe, casi tropieza, y el líquido se agitó dentro de su copa.
Soltó una carcajada, recuperando el equilibrio.
“Muy elegante”, se dijo, y siguió bailando, fingiendo que todo había sido parte del show.
A veces se sorprendía de la facilidad con la que podía convertir el ridículo en encanto.
Como si tuviera un interruptor que transformaba los tropiezos en momentos memorables.
Era una forma de defensa, tal vez.
O de supervivencia emocional.
No podía evitarlo: le gustaba que la gente sonriera a su alrededor. Le gustaba ser esa chispa que encendía la risa, el alivio, el respiro.
Aunque eso significara quedarse sin aire ella.