Leonardo se quedó en una esquina, apoyado contra la pared, con una cerveza en la mano, intentando parecer despreocupado mientras su cerebro reproducía una serie de alarmas internas: «No te acerques, estás comprometido», «Recuerda a Florencia en París», «No hagas nada estúpido».
Pero su mirada tenía voluntad propia.
No podía evitar que sus ojos volvieran una y otra vez hacia la chica que, hasta hacía unos minutos, estaba junto a Mara.
Ahora hablaba con un grupo de chicos y chicas, riéndose con soltura de algo que uno de ellos había dicho.
Leonardo frunció el ceño, irritado consigo mismo y fascinado al mismo tiempo. ¿Cómo podía alguien tener esa mezcla de energía, gracia y desparpajo que hacía que cada gesto pareciera magnético?
Se obligó a mirar a otro lado.
Miró el techo, el suelo, el techo otra vez.
Cualquier cosa que no fuera ella.
Pero cada vez que parpadeaba, la encontraba de nuevo: moviéndose entre la multitud con naturalidad, lanzando comentarios que hacían reír a todos a su alrededor.
Era imposible no mirarla.
Su intuición le decía que ella no era consciente de la atención que despertaba, y eso solo hacía que la fascinación fuera aún más intensa.
Leonardo suspiró, intentando racionalizar la situación.
Florencia estaba en París, sí, pero eso no era una excusa.
No era un desafío romántico ni una tentación que tuviera que resistir.
Solo observaba.
Solo admiraba desde la distancia.
Eso era todo.
Su cerveza en la mano parecía demasiado ligera para sostener el peso de lo que sentía.
Un movimiento a su lado lo distrajo.
—¿Leonardo Duarte? —preguntó una voz femenina, con un tono mitad sorpresa, mitad curiosidad.
Giró la cabeza y se encontró con una chica de su clase de Psicología Social. Le costó recordar su nombre —Lucía, eso era—, siempre sentada en la tercera fila, la de las gafas redondas y los apuntes llenos de colores.
—Lucía —saludó, forzando una sonrisa educada—. No esperaba verte por aquí.
—Yo tampoco esperaba verte a ti —replicó ella, divertida—. Siempre pareces demasiado formal para este tipo de fiestas.
Leonardo soltó una pequeña risa.
—Digamos que me estoy esforzando por romper estereotipos.
—¿Y cómo te va con eso?
—Fracaso rotundo, pero con estilo.
Lucía sonrió, entretenida.
Conversaron un rato, saltando de temas triviales a anécdotas de clase, con ese tono ligero que se da entre dos personas que se reconocen, pero no se conocen del todo.
Ella hablaba mucho —sobre el profesor, sobre la carga de trabajo, sobre la nueva cafetería del campus—, y Leonardo respondía con frases cortas, automáticas.
Porque, aunque su cuerpo estaba allí, su atención no.
De fondo, el eco de la risa de ella lo atravesaba como un destello.
Cada vez que sonaba, una parte de él se giraba, aunque intentara disimularlo.
Lucía seguía hablando, gesticulando con entusiasmo, y él asentía, cortés, mientras su mirada buscaba inconscientemente entre la multitud la silueta de aquella chica que se movía como si no le pesara el mundo.
La encontró al otro lado del salón, inclinándose sobre la mesa para decirle algo a una amiga, con una sonrisa tan natural que parecía iluminarle la cara.
Leonardo apenas escuchó lo que Lucía decía en ese momento; solo notó el ritmo desacompasado de su propio corazón.
Intentó volver a la conversación.
—Decías que el profesor García… —empezó.
—Sí, que parece disfrutar torturándonos con esos trabajos interminables —respondió Lucía, riendo—. Aunque tú seguro que ya tienes todo entregado hace semanas.
Leonardo ladeó la cabeza.
—Tal vez. O tal vez estoy aprendiendo a procrastinar.
—No te creo —dijo ella, con un brillo divertido—. Eres el tipo de persona que subraya hasta los márgenes del libro.
Él sonrió apenas.
—Puede ser.
Lucía le preguntó algo más, pero la voz de ella volvió a sonar, fresca y viva, y su atención se desvió otra vez, inevitable.
Ella hablaba animadamente con su grupo, moviendo las manos mientras reía, y por un instante, sus ojos se cruzaron con los de él.
Solo un segundo.
Un destello.
Pero fue suficiente para que Leonardo sintiera una descarga eléctrica recorriéndole el cuerpo.
Lucía lo miró, confundida.
—¿Estás bien?
—Sí, perdona —improvisó—. Me ha parecido ver a alguien que…
—¿Conoces?
—No —respondió demasiado rápido.
Lucía lo observó con una sonrisa que tenía algo de curiosidad y algo de resignación.
—Ajá —dijo, alargando la sílaba como si entendiera más de lo que debía.
Leonardo se llevó la botella a los labios y asintió con un gesto distraído.
Lucía pronto se despidió, diciendo algo sobre buscar a una amiga. Él lo agradeció mentalmente.
Cuando se quedó solo otra vez, exhaló despacio.
La música seguía, la multitud bailaba y la luz parpadeante pintaba todo con un brillo casi cinematográfico.
Ella seguía siendo el epicentro involuntario de su atención.
Leonardo Duarte, el hombre que había pasado años defendiendo la previsibilidad, la estructura y el control, se encontraba ahora atrapado en la gravedad de algo que no entendía.
Una risa, una mirada, un gesto cualquiera… todo parecía tener la capacidad de desarmarlo.
A medida que la noche avanzaba, continuó en su esquina, cerveza en mano, fingiendo una calma que no sentía.
Observaba cada detalle, cada instante, cada pequeño caos que ella generaba sin esfuerzo.
Y mientras lo hacía, comprendió —aunque no se atreviera a admitirlo— que esa chica que bailaba, reía y se movía con una energía imposible de contener, estaba a punto de irrumpir en su mundo de la manera más inesperada.