Cuando se dio cuenta, ya eran casi las cuatro y media.
La fiesta había perdido fuerza, aunque no del todo. Algunas risas llegaban desde el patio, un par de luces seguían parpadeando y el aire olía a vino, tabaco y madrugada. Afuera, la noche todavía era espesa, de ese azul profundo que anuncia el amanecer sin mostrarlo aún.
Leonardo llevaba al menos dos horas hablando —o, más bien, escuchando hablar— a Eloísa.
Esta vez, el tema era Freud. O algo vagamente relacionado con Freud.
—Mira, lo que quiso decir Freud con lo del subconsciente —explicaba ella, agitando la copa como si fuera una herramienta científica—, es que todos tenemos una versión oculta de nosotros mismos que solo sale cuando dormimos... o cuando te enamoras.
Leo arqueó una ceja, divertido.
—No estoy seguro de que Freud haya dicho exactamente eso.
—Bueno, más o menos —replicó ella, con un gesto despreocupado—. Además, ¿quién va a discutirlo? Está muerto.
Leonardo no pudo evitar soltar una carcajada. Una de esas que salen sin permiso, que te sacuden el pecho.
Hacía tanto que no reía así que casi se había olvidado de lo bien que se sentía.
Eloísa lo miró satisfecha, con aire triunfal.
—¿Ves? Te lo dije. Eres curable.
—¿Curable de qué?
—Del síndrome de seriedad crónica —sentenció ella—. Muy extendido entre los hombres que llevan camisas planchadas un sábado por la noche.
Leonardo fingió indignación.
—No sé si me estás analizando o insultando.
—Un poco de las dos cosas. Equilibrio.
Él negó, divertido. Tenía esa energía caótica que descolocaba, pero de la mejor manera.
Y lo más gracioso era que hablaba de Freud como si él —estudiante avanzado de Sociología, no de Psicología— tuviera la más mínima idea de por qué lo sacaba a colación.
La escuchaba hablar del subconsciente, los sueños y las pulsiones, y no sabía si estaba presenciando una teoría revolucionaria o una conspiración de madrugada.
Eloísa se dejó caer en el respaldo del sofá, con los pies descalzos sobre la mesa y un gesto satisfecho.
Silencio. De los buenos.
Ese que no pesa, que más bien acompaña.
Leo la observó de reojo, intentando disimularlo.
Había algo en ella que lo desarmaba: ese desorden encantador que parecía no necesitar permiso para existir.
—¿Qué hora es? —preguntó ella, medio dormida, medio despierta.
—Las cuatro y media —dijo él, mirando el reloj.
—¿En serio? Pensaba que sería medianoche.
—Lo fue hace un buen rato.
—¿Siempre respondes como si narraras un documental?
—Deformación profesional.
—Ya, claro —murmuró, sacando el móvil—. Voy a escribirle a Mara, a ver si sigue viva.
Tecleó rápido: ¿Todo bien?
No pasaron ni treinta segundos antes de que apareciera la respuesta:
Mejor que nunca 😉
Eloísa soltó una risa baja.
—Parece que tu amigo y mi amiga se han perdido a propósito.
—No me sorprende —dijo Leo—. Andrés tiene un talento natural para eso.
Hubo una pausa. De esas que invitan a decidir algo sin decirlo.
Leo dudó un segundo, pero la frase se le escapó antes de pensarlo demasiado:
—Si quieres, te llevo.
Eloísa levantó la mirada, algo sorprendida.
—¿En serio?
—Claro. No me cuesta nada.
Ella sonrió, esa sonrisa suya que parecía encender las cosas.
—Acepto. Pero antes tengo que asegurarme de que Mara esté bien. Si tu amigo la deja tirada, voy a tener que cometer un asesinato.
—Eso no va a pasar —dijo Leo, con tono tranquilo—. Andrés no haría algo así jamás.
Eloísa tecleó otro mensaje:
Me vuelvo al piso. Leo, un amigo de Andrés, me lleva. No te preocupes.
Guardó el móvil y se levantó.
—Listo. Mara está viva, ilesa y aparentemente encantada con la situación.
Leonardo arqueó una ceja.
—Eso suena a “mejor no preguntar”.
—Exacto —sonrió ella—. Pero ya que la dejo en buenas manos, me vuelvo. Prometo no hablar de Freud durante el trayecto.
—No hagas promesas que no puedes cumplir.
Elo soltó una carcajada y empezó a buscar sus zapatos entre los restos de vasos y confeti olvidado. Leonardo la observó mientras se los calzaba, con esa mezcla de cansancio y encanto natural que no se puede fingir.
No tenía ni idea de por qué le resultaba tan fácil mirarla. Ni por qué no podía dejar de hacerlo.
Cuando salieron a la calle, el aire fresco les golpeó la cara.
El silencio de la madrugada era distinto: más nítido, como si el mundo contuviera el aliento antes de volver a empezar.
Eloísa se estremeció y Leo le ofreció su chaqueta sin pensarlo.
—Gracias, científico social —dijo ella, envolviéndose en ella.
—De nada, genia de las conspiraciones.
Caminaron juntos hasta el coche, riendo bajito.
La calle estaba casi vacía, apenas iluminada por farolas con sueño.
Eloísa seguía hablando —ahora sobre cómo Freud seguramente odiaba madrugar— y Leo la escuchaba, convencido de que esa conversación absurda era, en el fondo, lo más cuerdo que le había pasado en mucho tiempo.