Otra vez tú

Capítulo 7 -Elo

El silencio de la biblioteca era casi sagrado. Solo se escuchaban las teclas de los portátiles, el pasar de páginas y el zumbido del fluorescente que parpadeaba justo encima de su mesa, como si también estuviera al borde del colapso. El olor a libros viejos, mezclado con el de papel recién impreso de los apuntes de la facultad, flotaba en el aire, envolviendo a Eloisa en una calma aparente que su mente no compartía.

Intentaba concentrarse en el texto sobre teoría del conocimiento, pero las palabras se le deslizaban por la cabeza sin dejar huella. Se encontraban ahí, ordenadas en la página, perfectas y exactas, pero para ella no tenían sentido. Llevaba cinco días así, desde aquella noche que no conseguía olvidar. O mejor dicho: que no conseguía olvidarle a él. Cada línea que leía se convertía en un eco de su risa, en la curva de su sonrisa, en la forma en la que movía las manos mientras hablaba de cualquier tontería que Leonardo convertía en un misterio fascinante.

No había sido una ilusión. O al menos, eso quería creer. Porque durante un rato —entre las risas, las teorías absurdas sobre Freud y el vino barato— había sentido algo. Una chispa. Una de esas conexiones que no se buscan y que, cuando aparecen, te pillan con la guardia baja y te dejan mirando a alguien sin saber muy bien cómo has llegado hasta allí. Y de pronto, todo el mundo desaparece, como si se hubiera cerrado una cortina imaginaria solo para vosotros dos.

Pero luego… algo cambió.

Todo pasó tan deprisa que apenas pudo entenderlo. Una notificación en el móvil de Leo, un parpadeo, y de repente, el aire dentro del coche se volvió más denso, más frío. Como si alguien hubiese cerrado una ventana invisible. Intentó bromear, quitarle hierro al asunto, pero él se encogió tras esa sonrisa educada de quien no quiere hablar. Y ella, que hasta hacía un segundo se sentía parte de una complicidad extraña y nueva, se descubrió de pronto fuera.

—“Cosas del trabajo”, dijo.

Mentira. No sabía por qué lo sabía, pero lo sabía. Cada palabra sonaba hueca, como un eco que le recordaba que aquel momento, la chispa, se había apagado de golpe.

Recordó la conversación que tuvo con Mara al día siguiente:

—¿Te trajo Leo, no?
—Sí.
—¿Y?
—Y nada.

Mara arqueó una ceja. —Nada, nada… ¿o “nada, pero casi”?

Eloisa suspiró, mirando al techo. —Nada de nada.

—¿Cómo que nada? Si anoche os vi hablando como si el resto del mundo hubiera desaparecido.
—Ya. Yo también lo vi así. Hasta que se apagó de golpe.

Mara la miró con curiosidad. —¿Apagarse?
—Sí. Iba todo bien, estábamos riéndonos, hablando tonterías… y de repente, click, desapareció. Se cerró.
—¿Y tú qué hiciste?
—Nada. No iba a ponerme a interrogarle.
—¿Y si simplemente se cansó?
Elo se encogió de hombros. —O si tiene novia.

Mara se quedó en silencio un segundo. —¿Tú crees?
—No sé. Pero lo pareció. Fue esa sensación. Como cuando alguien está contigo pero, de pronto, recuerda que pertenece a otro sitio.

Hubo un momento de silencio entre las dos. Eloisa se obligó a sonreír, intentando restarle importancia.

—En fin. No pasa nada. Solo fue una conversación divertida. Y un científico social con cara de mártir. Fin de la historia.
—No te creo.
—Yo tampoco —dijo Elo, riéndose un poco, aunque la sonrisa no le llegó del todo a los ojos.

No podía explicarlo, pero algo en aquella noche —en él— se le había quedado enganchado. Y por mucho que intentara convencer a su cabeza de que había sido solo una tontería de madrugada, su cuerpo no terminaba de creérselo.

El sonido de un libro al cerrarse la devolvió al presente. Elo parpadeó, como si despertara de un sueño. Seguía en la biblioteca, con el portátil encendido frente a ella y una página en blanco esperándola desde hacía más de veinte minutos. El cursor parpadeaba, como burlándose de su incapacidad de concentrarse. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa, y cada vez que intentaba leer, su mente volvía a ese instante exacto en el coche, a su sonrisa apagándose y la sensación de quedarse fuera de algo que, por un momento, parecía suyo.

Suspiró, apoyando la barbilla en la mano. —Muy bien, Freud —murmuró para sí—, explícale tú esto al subconsciente, si puedes.

Una risa contenida sonó desde la mesa de al lado. Eloisa levantó la vista. Un chico la miraba por encima del portátil, divertido. Ella carraspeó, fingiendo concentración, y volvió al texto. Pero su mente seguía en aquel coche, en aquella sonrisa que se cerró de golpe. Y por más que lo intentara, no encontraba el modo de pasar de página.

Al final se levantó, buscando cualquier excusa para moverse. Fue hasta las estanterías del fondo, fingiendo interés por los títulos. Pasó los dedos por los lomos de los libros sin realmente leerlos. Cada movimiento, cada suspiro que salía de ella, la hacía sentir torpe y demasiado consciente de sí misma. El corazón le latía más rápido de lo normal, y la biblioteca, antes sagrada y silenciosa, ahora parecía un escenario demasiado amplio para su nerviosismo.

Cuando por fin eligió un libro, respiró hondo y volvió hacia su mesa. Y entonces lo vio.

Leo.

De pie, a unos pasos de donde ella había estado sentada, acomodando sus cosas sobre una mesa. La camisa remangada, el pelo ligeramente despeinado, tan natural, tan fuera de lugar al mismo tiempo, que por un instante Eloisa pensó que lo había imaginado. Sus ojos se encontraron y el mundo pareció ralentizarse un segundo. Todo el ruido de la biblioteca se apagó en su cabeza, dejando solo el sonido de su propio corazón.



#1684 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.