Leonardo llevaba una semana intentando convencerse de que aquella conversación no había significado nada.
Había repetido esa frase tantas veces que casi se la creía. “No significó nada, fue solo una charla agradable”. Pero cada vez que lo pensaba, se le colaba una imagen de ella riéndose, con los ojos brillándole por encima del borde del vaso. O aquel silencio incómodo, después del mensaje. El momento exacto en que todo se torció.
No había sido su intención. Ni el mensaje, ni el cierre en seco. Todo había pasado tan rápido que apenas tuvo tiempo de reaccionar.
Una pantalla encendida, un nombre, y un recordatorio cruel de lo mucho que se había complicado la vida.
Y ella —Eloisa— con esa mezcla de curiosidad y calma, observándole sin exigirle nada, solo esperando que él siguiera hablando.
No lo hizo.
Y desde entonces, no dejaba de preguntarse qué habría pasado si se hubiese atrevido a explicarlo.
Había repasado aquella conversación en su cabeza tantas veces que se la sabía de memoria: cada frase, cada pausa, cada mirada.
No podía negar que había algo distinto en ella. Algo desarmante.
Por eso, cuando aquella mañana decidió refugiarse en la biblioteca del campus para preparar las correcciones de los alumnos, lo último que esperaba era verla.
Ni siquiera pensaba en ella —o eso se decía— cuando entró con el portátil bajo el brazo, buscando una mesa libre cerca de la ventana. El aire olía a polvo y café, igual que siempre. Dejó la mochila en una silla y empezó a sacar sus apuntes, el gesto automático de quien intenta concentrarse.
Y entonces la vio.
Primero creyó que era una alucinación. Ella, allí, a pocos metros, con el ceño fruncido y el bolígrafo entre los dedos, tan concentrada —o fingiendo estarlo— que le dio un vuelco el estómago.
Se quedó quieto, observándola un instante. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, un mechón suelto cayéndole sobre la mejilla, y una expresión tan suya, tan llena de vida, que le resultó imposible no sonreír.
Durante unos segundos dudó si acercarse o no. Había sido él quien había puesto distancia, él quien había cerrado la puerta de golpe, y aun así, verla allí le removió algo que llevaba días intentando enterrar.
Iba a apartar la mirada, a fingir que no la había visto, cuando ella se levantó. Caminó hacia las estanterías del fondo, distraída, rozando los libros con los dedos. Le pareció que respiraba hondo, como si se obligara a tranquilizarse.
Y entonces ocurrió.
Un ruido seco, un golpe, y un caos de libros rodando por el suelo.
Leo alzó la vista y la vio en medio del desastre, con la bibliotecaria intentando recuperar el equilibrio y Eloisa agachada, completamente sonrojada, murmurando disculpas atropelladas.
Por un segundo, se le escapó una carcajada. No por burla, sino porque aquella torpeza dulce era exactamente ella.
La misma que hablaba de Freud mientras bebía vino barato. La misma que gesticulaba demasiado al explicar algo, la misma que se mordía el labio cuando pensaba.
Y antes de poder evitarlo, las palabras se le escaparon con una sonrisa:
—Otra vez tú.
Ella levantó la cabeza, los ojos muy abiertos, y durante un momento todo el ruido volvió a desaparecer.
El suelo lleno de libros, la bibliotecaria bufando, los estudiantes fingiendo no mirar… y los dos ahí, mirándose, como si la escena no pudiera ser más absurda.
Leo se agachó para ayudarla.
—Déjame —dijo, recogiendo un par de volúmenes que habían rodado hasta sus pies.
—No hacía falta que… —empezó ella, pero él negó con la cabeza.
—Créeme, si no te ayudo, esto va a parecer un atentado contra la literatura.
Ella soltó una risa nerviosa, breve, de esas que salen sin permiso.
Leo notó cómo el sonido le golpeaba algo dentro del pecho.
Durante unos segundos trabajaron en silencio, colocando libros sobre el carrito.
Él se obligó a no mirarla demasiado, pero cada vez que lo hacía, se encontraba con esos ojos que parecían verlo de verdad, sin juicio ni reserva, y eso le descolocaba.
Cuando por fin terminaron de recoger, Eloisa se apartó un poco, intentando recomponerse.
—Bueno, creo que he batido un récord —dijo ella, cruzándose de brazos con una sonrisa tensa—. No suelo causar desastres en espacios públicos, por si sirve de defensa.
—Tranquila —contestó él, conteniendo otra sonrisa—. Las bibliotecarias olvidan, pero los libros no.
Ella le miró, sin saber si reír o morirse de vergüenza.
Él notó el impulso de decir algo más, de romper ese silencio cargado que se formó entre los dos. Quiso preguntarle cómo estaba, si había pensado en aquella noche, si había sentido lo mismo que él… Pero no lo hizo.
El recuerdo del mensaje volvió como una sombra. Y con él, la voz de su propia conciencia recordándole que no debería estar ahí, que había tomado una decisión.
Aun así, no se movió.
La vio caminar hacia su mesa, con el libro apretado contra el pecho, los pasos un poco torpes.
Y por un instante, quiso seguirla. Decirle que lo sentía, que no fue justo, que no había dejado de pensar en ella desde entonces. Pero se quedó donde estaba, observando cómo volvía a su sitio, cómo el pelo le caía sobre el hombro cuando se inclinaba para recoger el portátil.
Suspiró y se pasó una mano por el pelo, frustrado consigo mismo.