La noche continuó. La música, los brindis, el humo de las velas improvisadas sobre una tarta hecha por Mara, que se caía a pedazos… Todo siguió su curso, como si nada hubiera pasado. Como si el mundo no se hubiese detenido, por un instante, cuando se cruzaron las miradas en mitad del salón.
Pero Elo sí lo había sentido. El pequeño temblor en el estómago. Esa especie de electricidad silenciosa que se cuela entre dos personas que no deberían mirarse así.
Intentó disimularlo. Bailó con Mara, se rió de las bromas de Andrés, charló con un chico del trabajo de él —Mariano, se llamaba—, que le contó una historia absurda sobre una fotocopiadora rebelde. Se rió de verdad, o al menos lo intentó.
Pero cada tanto, su mirada se iba sola. Y cada vez que lo hacía, lo encontraba a él. A Leo. Con esa camisa oscura y la mirada clavada en ella, como si todo el ruido a su alrededor no existiera. No era una casualidad. No era un descuido. Era una forma de decir sin palabras lo que ambos fingían ignorar.
Por más que sabía que todo era complicado, que había líneas que no debía cruzar, no podía evitar desearlo. No podía evitar que el cuerpo, traicionero, reaccionara a su presencia.
No hablaron más después de aquella breve conversación junto a la barra. No había nada más que decir, se suponía. Y, sin embargo, mientras el grupo decidía si ir a otro bar o quedarse allí, Elo no podía dejar de pensar en la manera en que él la había mirado cuando le dijo que no hacía falta que explicara nada. Como si quisiera decirle mucho más y no pudiera.
Mara, por supuesto, lo notó.
—¿Otra vez con cara de película francesa? —le susurró al oído mientras se servía otro vaso de vino.
Elo se sobresaltó.
—¿Qué dices?
—Que llevas toda la noche mirando al mismo sitio.
—Estoy mirando el reloj.
—Ajá. —Mara sonrió—. El reloj que tiene forma de Leo, ¿no?
Elo rodó los ojos.
—Tiene una relación complicada, Mara.
—Ya, y tú tienes muy poca cara de que eso te haya servido de freno.
—No digas tonterías.
—No las digo. Las observo —contestó Mara, con esa voz de amiga que sabe más de lo que debería.
El grupo empezó a moverse en dirección a la puerta, arrastrando copas medio vacías y risas que ya sonaban un poco más altas que al principio de la noche. Afuera, el aire fresco golpeaba las mejillas y traía consigo el olor a lluvia que todavía no caía. Elo salió de los últimos, intentando mezclarse entre la gente para evitar encontrarse con él de frente.
Pero el universo, o quizás algo más pequeño y más peligroso que eso, no cooperó.
Leo estaba allí, apoyado contra la pared de ladrillo, con las manos en los bolsillos y el cabello un poco revuelto. No la buscaba. O al menos fingía no hacerlo. Pero cuando ella levantó la vista, sus ojos ya estaban esperándola.
Por un segundo que se estiró más de lo razonable, nadie dijo nada. Solo el murmullo de la calle, las luces amarillas parpadeando y esa distancia mínima que parecía llenarse de electricidad.
—¿Vas a ir con ellos? —preguntó él finalmente, con la voz baja, como si no quisiera que nadie más escuchara.
Elo se encogió de hombros.
—No lo sé… Mara quiere seguir de fiesta. —Forzó una sonrisa—. Ya sabes cómo es.
Leo asintió, pero no apartó la mirada. Y esa insistencia, esa forma en la que la observaba como si ella fuera la única persona en la ciudad, la desarmó.
—Podrías quedarte un rato más —dijo él, casi como un impulso. No era una orden ni una propuesta clara… era algo en medio.
Elo sintió que el corazón le daba un golpe seco contra el pecho. Sabía que no debía quedarse. Sabía que no debía darle espacio a algo que no tenía nombre, pero… tampoco podía negar las ganas.
—No sé si sea buena idea —murmuró, y aun así no se movió.
Leo dio un paso hacia ella. Nada exagerado. Apenas lo justo para que el aire se hiciera más denso entre ambos.
—Nunca lo es —respondió, con esa calma que escondía todo lo que no se atrevía a decir.
Y en ese instante, antes de que nadie más saliera del bar, estuvieron solos. No completamente —había ruido, gente, autos, noche—, pero solos en lo que importaba.
Elo observó a Leo durante un largo segundo. Podía escuchar a Mara llamándola desde la vereda, con esa mezcla de euforia y vino que siempre la arrastraba a donde hubiera música. Podía simplemente girar, seguirla, reír, fingir que nada estaba pasando.
Pero no lo hizo.
—Me quedo un rato —dijo, casi en un susurro. No era una decisión lógica. Era algo que nacía más abajo de la razón, en ese lugar donde la piel responde antes que la mente.
Leo no sonrió, pero en su mirada hubo un destello fugaz. De alivio. De deseo. De algo que no debería estar ahí.
El resto del grupo desapareció calle abajo, entre risas y pasos desordenados. De pronto, la puerta del bar se cerró detrás de ellos y el murmullo se desvaneció, dejándolos envueltos en una calma extraña, como si el mundo hubiese reducido el volumen para darles un espacio propio.
—Elo, yo… —empezó él, sin saber bien cómo terminar la frase.
—Leo, no...—lo interrumpió ella, y fue suficiente.
Leo se acercó apenas. Un paso. Otro. Hasta que la distancia se volvió esa delgada línea en la que cualquier movimiento podría cambiarlo todo. Elo no retrocedió. No quería hacerlo.