Otra vez tú

Capítulo 12 - Leo

Leo la vio girarse hacia la puerta y no pudo quedarse sentado. Cada paso que daba Elo hacia el exterior era un tirón imposible de ignorar. Su respiración se aceleró de la urgencia de no dejarla ir sin más. Por un instante, dudó. Sabía que no debía acercarse, que todo era complicado, que había líneas invisibles que no podía cruzar. Pero cada fibra de su cuerpo le decía que no podía quedarse ahí, mirándola irse.

Leo la siguió a pocos pasos, sintiendo cada movimiento suyo como un imán que lo atraía sin remedio. El frío de la noche no le molestaba; al contrario, parecía acentuar cada sensación, cada latido acelerado. Cada vez que ella se movía, su corazón se desbocaba un poco más.

—Elo… —murmuró, bajando la voz—. ¿Puedo acompañarte?

Cuando vio cómo se detenía y lo miraba por encima del hombro, con esa mezcla de advertencia y vulnerabilidad, Leo sintió un nudo en la garganta. Quería acercarse más, rozarla, sentirla cerca, pero también sabía que debía contenerse.

—No deberíamos… —dijo ella, y él escuchó el temblor en su voz.

—Lo sé —respondió él, con un paso más cerca, midiendo cuidadosamente la distancia—. Pero no puedo dejarte ir sola. Esta noche… no quiero.

Cuando finalmente aceptó con un suspiro y un débil “está bien… solo un tramo, estamos cerca”, Leo sintió como si todo el aire alrededor se volviera más denso, más cargado. Su alivio era intenso, casi doloroso; la emoción de poder caminar a su lado lo dejaba temblando por dentro, aunque mantuviera la calma afuera.

Caminar junto a ella, apenas a un paso de distancia, era tortura y bendición al mismo tiempo. Podía sentir la electricidad que emanaba de su proximidad: cada centímetro que los separaba estaba lleno de deseo contenido, de palabras que ninguno se atrevía a pronunciar. Cada tanto, sus manos casi se rozaban, y el simple roce del aire entre ellos le provocaba escalofríos que subían por la columna.

Leo notaba cada detalle: cómo el abrigo de Elo se movía con el viento, cómo su cabello se escapaba de la bufanda, cómo su respiración se mezclaba con la suya sin que ninguno dijera nada. Cada paso era un recordatorio de que la quería más de lo que debería, de que no podía ignorar lo que sentía.

No podía apartar la vista de ella. Su corazón latía con fuerza, y una parte de él temía que, si se acercaba demasiado, todo lo que había contenido hasta ahora estallara de golpe. Y aun así, no podía apartarla de sus pensamientos ni de su mirada.

Cada segundo a su lado era un combate silencioso entre el deseo y la razón, y Leo sabía que no habría manera de olvidarlo después de esa noche.

Leo caminaba junto a ella, un paso detrás al principio, ajustando instintivamente la distancia para que no se notara demasiado. Cada vez que la brisa movía un mechón de su cabello, deseaba, en silencio, poder apartarlo con un gesto casual… pero no lo hizo. No todavía.

—¿Sabías que caminar y respirar al mismo tiempo puede ser un deporte olímpico? —dijo Elo de repente, con esa mezcla de humor nervioso y aire de evasión que la hacía irresistible.

Leo la miró, sorprendido, y no pudo evitar sonreír.
—¿En serio? ¿Desde cuándo hay medallas por eso?

—Desde hoy —replicó ella, como si acabara de inventarlo—. Y creo que voy a ganar el oro. Solo de seguir caminando y no tropezarme con una farola.

Leo contuvo la risa, pero su mirada no se apartaba de ella.
—Cuidado, que la competencia es feroz —respondió, exagerando el tono como si fuera un comentarista deportivo.

Elo rodó los ojos y fingió un suspiro dramático.
—No sé si podré soportar tanta presión… —murmuró, con una voz que traicionaba sus nervios—. Podría desmayarme por exceso de tensión.

Leo avanzó un poco más, dejando que la distancia entre ellos se redujera apenas, lo suficiente para que sus brazos se rozaran al caminar. Fue un roce mínimo, pero lo sintió como un golpe de electricidad. Su corazón se aceleró y tuvo que concentrarse en no tocarla de verdad.

—¿Quieres que traiga agua y un botiquín para emergencias? —bromeó él, intentando mantener la naturalidad—. Por si te desmayas.

—Sí, y un helicóptero también —contestó ella, sin poder mirar hacia él, mientras una carcajada nerviosa se le escapaba—. Por si la caída es dramática.

Leo sonrió de medio lado. Cada palabra absurda que salía de su boca lo hacía desearla un poco más en secreto. Era imposible no notar cómo intentaba mantener la compostura mientras su cuerpo gritaba lo contrario.

El roce accidental de sus manos volvió a suceder, esta vez mientras ambos ajustaban el paso al mismo tiempo. Leo lo sintió todo: el calor de su piel, la manera en que su cuerpo reaccionaba sin permiso, y la certeza de que ella también lo había sentido.

—Vale, creo que ya somos profesionales de esto —dijo Elo, murmurando, intentando sonar tranquila pero con la voz quebrada por los nervios—. Caminar… respirar… no desmayarse…

—Medalla de oro asegurada —replicó él, y esta vez la sonrisa le alcanzó los ojos, cómplice y llena de deseo contenido.

Y así siguieron, caminando juntos bajo la noche, hablando de tonterías, riendo nerviosamente… mientras cada roce, cada mirada, hacía que ambos supieran que lo que sentían no iba a desaparecer pronto.

Sin darse cuenta, habían llegado al edificio donde vivía Elo. La caminata, cargada de pasos y risas nerviosas, había hecho que el mundo se redujera a esa burbuja de aire frío, palabras absurdas y miradas que decían más de lo que podían pronunciar.



#1684 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

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