La semana de Elo podía resumirse en dos palabras: desastre absoluto. Y no un desastre elegante, de esos que parecen sacados de una película francesa con música de piano de fondo. No. Era el tipo de desastre que venía con ojeras, café frío y ropa elegida a oscuras.
Todo había empezado el lunes, cuando se quedó dormida. Por quinta vez consecutiva. Su despertador había sonado, sí… pero su cerebro había decidido ignorarlo como si fuera un spam molesto. Resultado: llegó veinte minutos tarde al trabajo, con el pelo a medio secar, las zapatillas desparejadas y un mechón rebelde que ni el universo entero podría domesticar.
Y mientras intentaba disimular su entrada triunfal en la redacción, solo un pensamiento retumbaba en su cabeza como un tambor de guerra:
Leo.
Maldito Leo. Con su sonrisa torcida. Con esa manera de mirarla desde arriba —literalmente, porque el hombre parecía una farola humana— y hacer que su cerebro se desconectara como un módem antiguo.
—Eloisa, estás otra vez distraída —le había dicho su jefa, mientras ella intentaba recordar cómo se escribía la palabra “repercusión” sin que pareciera un jeroglífico.
“Sí, claro que estaba distraída”, pensó Elo. Distraída porque su cabeza repetía en bucle el momento de la puerta. Esa maldita noche. Cuando Leo se inclinó un poquito más y ella pensó “ya está, aquí viene el beso” y luego nada.
Un casi-beso. Un no-beso que la tenía desquiciada.
Cada mañana se levantaba más cansada que la anterior. Había llegado tarde al trabajo tantas veces que ya saludaba a la recepcionista con un “sí, lo sé” antes de que pudiera decir nada. El café se había vuelto su principal fuente de energía, aunque también su enemigo: lo había derramado encima de sí misma tres veces en la última semana. Una de ellas sobre un pantalón blanco que no sobrevivió al ataque.
Y todo —absolutamente todo— por culpa de Leo.
El problema no era solo él. Era cómo la miraba, como si fuera capaz de leerle el caos mental con solo inclinarse un poco y posar esos ojos sobre ella. Era su risa baja, su altura absurda, la forma en que se acercaba lo suficiente para que ella olvidara el idioma.
No ayudaba que su amiga Mara se burlara cada vez que abría la boca.
—Estás coladísima —sentenció ella, con tono de sabio griego.
—No lo estoy. —Elo fingió indignación mientras escondía el móvil, donde justo tenía abierta una foto de Leo en el cumpleaños de Andrés —. Es solo que… pienso en otras cosas.
—¿Como en su cara? —Mara arqueó las cejas con malicia—. O en su voz. O en cómo te mira como si fueras un capítulo de su serie favorita.
Elo se tapó la cara con ambas manos. —Soy patética.
—No, cariño —dijo Mara, riendo—. Eres la prota de una romcom. Solo te falta tropezarte bajo la lluvia mientras suena una canción de los 2000.
Y lo peor era que tenía razón. Elo se había convertido en ese personaje: la que habla sola en la ducha, se ríe recordando cosas estúpidas, y se cabrea con el espejo porque “¿por qué tiene que tener esa sonrisa, maldita sea?”
Todo a su alrededor parecía seguir su curso, menos ella. Sus horarios, su concentración, su coordinación motora… todo se había visto afectado por la existencia de un hombre que ni siquiera la había besado.
Pero si había algo que Elo sabía —entre tropiezos, cafés derramados y pulsaciones aceleradas—, era que lo que sentía no iba a desaparecer tan fácilmente. Y aunque se negara a admitirlo en voz alta… una parte de ella no quería que desapareciera.
El viernes, la cafetería del campus olía a café recién hecho, galletas y caos universitario. Elo había llegado corriendo, con el portátil bajo el brazo y el pelo todavía medio húmedo —porque, por supuesto, había salido tarde otra vez—.
Su único objetivo era claro y noble: cafeína.
Nada de dramas, nada de pensamientos románticos con nombre y apellido. Solo un café, sentarse en una esquina y fingir que su vida estaba mínimamente bajo control, mientras esperaba a Mara y Carolina.
Pero claro… el universo tenía otros planes.
Y entonces lo vio.
Al principio creyó que era una alucinación inducida por la falta de cafeína. Esa altura ridícula, esa chaqueta que le quedaba demasiado bien, ese pelo desordenado con precisión quirúrgica…
Leo.
Justo frente a la barra, con las manos en los bolsillos y una sonrisa ladeada que le hacía perder la capacidad de pensar en oraciones completas.
—No… no puede ser… —susurró ella, como si así pudiera invocarlo de vuelta a su imaginación.
Pero no. Era real. Tan real que en cuanto dio un paso, se chocó de lleno contra un expositor de magdalenas.
CRASH.
Las magdalenas volaron. Un par rebotaron en el suelo como si aplaudieran su torpeza.
—Madre mía… —murmuró Elo, arrodillándose torpemente para recogerlas—. Si hay un Oscar a la vergüenza pública, me lo llevo yo.
Y entonces, como si la escena necesitara más intensidad cinematográfica, una sombra se inclinó junto a ella.
—¿Siempre entras así de triunfal a las cafeterías, o hoy es un día especial? —dijo esa voz grave que reconocería en medio de una tormenta.