El reloj del microondas marcaba las 23:42 con un parpadeo insistente, como si se burlara de ella. Elo lo miraba desde el sofá con la misma cara con la que uno mira un ex: resignada, un poco dolida y, sobre todo, muy consciente de que la noche iba a ser larga.
Tenía los ojos hinchados de tanto llorar, la nariz enrojecida y el moño improvisado en la cabeza amenazaba con caerse en cualquier momento. A su alrededor, el salón era un campo de batalla emocional: pañuelos arrugados, tazas de té, un paquete de galletas a medio terminar y dos amigas que parecían haber firmado un contrato para no dejarla sola en medio de su miseria romántica.
Mara estaba acurrucada en un extremo del sofá, con una manta de cuadros que parecía salida de una película otoñal. Carolina, en el otro, abrazaba un cojín como si fuera un personaje de telenovela que estaba a punto de soltar un monólogo dramático. Y Elo… Elo era un desastre adorable en el centro de la escena.
—Vale —dijo al fin, incorporándose un poco y limpiándose las lágrimas con la manga de la sudadera—. Lo he decidido. A partir de hoy… —alzando un dedo como si estuviera haciendo un juramento solemne ante un juez invisible— …me olvido de Leo. Para siempre. Y esta vez es en serio.
Mara y Carolina se miraron con ese gesto silencioso que solo tienen las amigas que ya han estado en más de una noche como esta. Un gesto que decía “claro que sí, guapa” sin necesidad de palabras.
—Ajá —respondió Mara, alzando una ceja con teatralidad—. Como cuando dijiste que ibas a dejar el azúcar y te comiste tres donuts el mismo día.
—¡Eh! —protestó Elo, señalándola con el dedo como si estuviera en juicio—. Aquello fue un acto de supervivencia emocional. No se juzga la supervivencia.
Carolina soltó una carcajada tan fuerte que el cojín casi sale volando.
—No, no, yo la entiendo —añadió, fingiendo solemnidad—. Hay momentos en que el azúcar es una necesidad básica, como respirar.
—Exacto —Elo asintió muy seria, pero con la voz todavía rota por la risa contenida—. Y este… —alzando otra vez el dedo— …va a ser el momento en que yo me olvido de Leo para siempre. —Hizo una pausa dramática—. Para siempre.
—¿Antes o después de stalkearle en Instagram mañana? —preguntó Mara con la voz más inocente del mundo.
Elo cogió un cojín y se lo lanzó. Falló. Y las tres se echaron a reír.
—En serio —dijo Elo, intentando recuperar la compostura—. Para asegurarme de no recaer… —respiró hondo, como si estuviera a punto de dar un discurso— …voy a enumerar todos sus defectos.
—Oh, esto me interesa —dijo Carolina acomodándose mejor, lista para disfrutar del espectáculo—. Adelante.
—Sí, venga —añadió Mara—. Vamos a ver con qué defectos nos sorprendes. Porque el chico parece sacado de una peli de Netflix.
Elo levantó una mano y empezó a contar con los dedos.
—Número uno… —dijo muy seria—: ese pelo perfecto. ¿Qué clase de persona tiene un pelo así? Ni siquiera cuando llueve se le despeina. O sea, ¿qué es eso? ¿Un don divino? Es irritante.
Las dos estallaron en carcajadas.
—Defecto grave —asintió Carolina fingiendo tomar notas en el aire—. “Pelo sospechosamente perfecto”. Anotado.
—Número dos: sus ojos grises —continuó Elo, ignorando la risa—. ¿Quién necesita unos ojos así? No es justo. Vas tranquilamente por la vida, con tu día mediocre y tu café mal hecho, y de repente… zas, te mira. Y se te reinicia el sistema operativo. Es como un pantallazo azul emocional.
—Eso sí que es peligroso —dijo Mara entre risas—. Claramente debería estar penado.
—Número tres —Elo levantó otro dedo—: es demasiado alto. Demasiado. —Alzó los brazos exagerando—. ¿Sabéis lo incómodo que es hablar con alguien a quien tienes que mirar hacia arriba todo el rato? Me va a dar tortícolis. Y yo tengo las cervicales sensibles, ¿vale?
Carolina se dobló de la risa.
—Sí, eso es grave. Altura peligrosa. Podría ser denunciable.
—Y número cuatro… —bajó un poco la voz, pero con esa sonrisa de quien no quiere admitir algo—: siempre tiene algo que decir. Siempre. No hay silencio que no sepa llenar. Da igual si es un comentario ingenioso, una broma tonta o algo que me hace reír cuando no quiero reírme. —Suspiró teatralmente—. ¡Pesado!
—Insoportable —dijo Mara muy seria, aunque le temblaban los labios de la risa.
—Completamente insoportable —añadió Carolina, imitando un tono de notario—. No entiendo cómo has aguantado tanto.
Elo soltó una carcajada entremezclada con un pequeño sollozo que aún le pinchaba el pecho. Pero no importaba. Estaba riendo. Y eso, después de la tarde que había tenido, ya era un milagro.
—Y número cinco… —añadió sin que nadie se lo pidiera—. Su maldita forma de sonreír. No es normal. Es… como si tuviera un interruptor que apaga mi sentido común. ¡Y yo tenía sentido común antes de conocerlo!
Mara se echó hacia atrás riendo tanto que tuvo que secarse las lágrimas.
—No, no, espera —intervino Carolina entre carcajadas—. Recapitulemos: pelo sospechoso, ojos ilegales, altura peligrosa, exceso de palabras y sonrisa criminal. Vamos, que claramente es un monstruo.