El reloj del portátil marcaba las 02:17 y Leo seguía despierto, tumbado boca arriba en la cama, mirando el techo como si allí fuera a encontrar las respuestas que llevaba días evitando.
La habitación olía a café frío y desvelo. En la mesa había una pila de apuntes que no pensaba leer, y el móvil vibraba a intervalos regulares, insistente, como si quisiera recordarle que el mundo seguía girando aunque él se hubiera quedado atascado en un punto exacto del tiempo: el pasillo de aquella cafetería, el momento en que Elo se alejó sin mirarlo.
Llevaba tres días sin verla.
Tres días en los que había ensayado mentalmente mil formas de haberlo hecho mejor.
Tres días en los que había decidido no contestar a Florencia, ni sus mensajes, ni las dos llamadas perdidas, ni su “¿podemos hablar?” con ese tono de falsa calma que usaba cuando ya estaba enfadada.
Porque no, no podía hablar con nadie hasta entender en qué momento se había convertido en un idiota.
Bueno, en más idiota.
Se pasó una mano por el pelo, frustrado.
—Qué desastre, tío —murmuró al aire.
Lo peor era que ni siquiera podía culpar a nadie más. Había tenido la oportunidad de decir algo, cualquier cosa, de explicarse, de no quedarse como un pasmarote mientras Elo lo miraba con esos ojos que lo desarmaban, y ¿qué hizo? Nada. Solo balbucear y quedarse quieto. Cobarde.
Desde que la vio por primera vez, Elo había sido un accidente del que no sabía cómo recuperarse.
Era ese tipo de persona que te llega sin avisar, como una canción que no conocías pero no puedes dejar de escuchar. Y él, que se creía tan analítico, tan racional, había terminado actuando como un adolescente con fiebre emocional.
El portátil lanzó un pitido. Tenía un documento abierto desde hacía horas, una especie de ensayo que debía entregar, pero que no avanzaba más allá de la primera línea:
“La distancia entre lo que pensamos y lo que hacemos define más de nosotros que cualquier teoría sociológica.”
Sí, genial. Muy profundo. Lástima que fuera exactamente su problema.
Se levantó, caminó hasta la cocina y se sirvió otro café, aunque sabía que era inútil. La noche y Elo tenían algo en común: ninguna lo dejaba dormir.
Apoyó las manos en la encimera y respiró hondo.
Tenía la sensación de que si cerraba los ojos, podía volver a ver el momento con total claridad: ella arrodillada entre las magdalenas caídas, el mechón suelto en la frente, el gesto de intentar reírse de sí misma.
Y después, el beso de Florencia.
Ese beso que había sentido como una bofetada, no porque no lo esperara, sino porque, justo antes, había estado a punto de…
De besar a Elo.
Lo había pensado. Toda la noche anterior, incluso antes de verla en la cafetería. Había imaginado cómo sería, si ella se apartaría o si lo miraría con esa mezcla de ironía y ternura que tanto le descolocaba.
Y no lo hizo. No hizo nada.
Pero lo peor vino después.
Esa misma tarde, cuando salieron de la cafetería, las cosas con Florencia se torcieron del todo. Ella lo notó, claro que lo notó. Llevaba semanas sintiendo que algo en él había cambiado, que ya no era el mismo. Le dijo que lo veía distante, distraído, que parecía tener la cabeza en otro sitio. Y tenía razón.
Leo no supo qué responderle. Se limitó a negar, a enredarse en excusas torpes, hasta que la discusión acabó en silencio.
Ella se marchó enojada, él se quedó mirándola irse con esa sensación de haber cruzado un punto de no retorno.
Desde entonces, no habían vuelto a hablar.
Y lo peor de todo era que, en el fondo, se arrepentía de no haberle dicho la verdad.
De no haber tenido el valor de reconocer que sí, algo había cambiado, y que ese algo tenía nombre, risa y una forma de mirarlo que le había desarmado sin permiso.
El pitido del microondas lo sacó de su trance. Calentó el café sin convicción y se rió solo, sin humor.
—Ni siquiera sé si estoy más cabreado conmigo o con ella —dijo en voz alta.
Aunque sabía la respuesta.
El jueves por la mañana el campus estaba inusualmente tranquilo.
El aire olía a lluvia reciente, los árboles goteaban y el suelo reflejaba los charcos como espejos torcidos. Leo caminaba sin rumbo, con la mochila colgando de un hombro y el auricular derecho apagado —porque nunca conseguía escuchar música cuando tenía la cabeza tan llena de ruido interno—.
Tenía clase a las diez, pero le daba igual. Llevaba tres días fingiendo que todo iba bien, y la verdad era que no recordaba la última vez que había dormido una noche completa.
En un impulso, se desvió hacia la cafetería del campus. El mismo sitio.
“Brillante idea”, se dijo con sarcasmo, pero sus pies ya habían decidido antes que su cabeza.
Pidió un café para llevar y se sentó en una mesa junto al ventanal, intentando convencerse de que no la estaba esperando.
Por supuesto, mentía.
El vapor del café empañó el cristal y, por un instante, pensó en escribir su nombre con el dedo. Se sintió ridículo.
Le dio un sorbo y se recostó, mirando la gente pasar.
Hasta que la vio.
Elo.
Cruzando la explanada con su mochila colgada, el pelo suelto y esa manera de caminar tan distraída, como si fuera capaz de pensar en mil cosas a la vez.
No iba sola.
A su lado, un chico del periódico universitario. Alto, moreno, con esa sonrisa fácil de quien no teme decir una tontería si consigue hacer reír a alguien.
Y lo peor fue que funcionaba: Elo se reía. No una risa educada, ni de compromiso. Era esa risa, la que él conocía, la que le hacía fruncir un poco la nariz, la que le iluminaba la cara entera.