Era diciembre, y por fin las vacaciones habían llegado.
Después de semanas de trabajos, cafés mal hechos y noches sin dormir, la idea de un descanso sonaba casi milagrosa. Elo contaba los días como quien espera el fin del mundo, pero en versión amable: sin apocalipsis, con mantas, series y comida casera.
Su familia vivía a unos treinta minutos en coche de Madrid, en una casa donde el tiempo parecía ir más despacio y los domingos olían siempre a pan y chimenea. Allí pensaba refugiarse unos días, desconectar, no pensar en nada… o al menos fingir que lo conseguía.
Mara, en cambio, no tenía pensado descansar ni un segundo. Se iba a Málaga a conocer a la familia de Andrés, y hablaba del viaje con una mezcla de ilusión y pánico.
—No es que me asuste conocer a sus padres —decía—, pero si su madre me odia, tendré que fingir una alergia al mar para no volver nunca.
Elo se reía, ayudándola a cerrar las tres maletas que, sinceramente, parecían pensadas para mudarse un año, no para una semana.
—A ver, drama queen, llevas la mitad de tu armario.
—Y la otra mitad por si la primera no combina —replicó Mara, cerrando la cremallera con el pie.
Elo se alegraba por ellos. Por Mara y Andrés. De verdad. Se notaba que lo suyo iba en serio, que se entendían sin decirse demasiado. Y aunque una parte de ella se derretía de ternura al verlos juntos, otra sentía esa punzadita inevitable de “¿y yo qué?”.
Porque de Leo no sabía nada.
Nada desde aquella tarde en la cafetería.
Nada desde que lo vio con Florencia, hablando, riendo, como si nada hubiera pasado entre ellos.
Y ese “nada” era justamente lo que más dolía.
Se había prometido olvidarlo.
Se lo repitió muchas veces, como un mantra: no era para ti, no era tu historia, no te líes.
Y aun así, cada vez que escuchaba una risa parecida a la suya en el campus, el corazón se le aceleraba sin permiso.
Pero ya estaba hecho. Había pasado página.
O al menos eso decía su parte racional. La otra seguía anotando mentalmente cualquier excusa para mencionarlo.
Ese día, a media mañana, Elo condujo hasta el aeropuerto para llevar a Mara y sus maletas —sus tres maletas, dos bolsos y un abrigo extra “por si hace viento”—.
El tráfico era denso y Mara hablaba sin parar, nerviosa.
—Te prometo que le voy a caer bien. A su madre, digo. Si sonrío y no menciono la política ni los tatuajes, todo irá bien, ¿no?
—Perfecto —rió Elo—. Sonríe, no hables de política y si todo falla, finge desmayo. Siempre funciona.
Cuando llegaron, el aeropuerto estaba lleno de ese bullicio previo a las fiestas: familias despidiéndose, maletas rodando, altavoces repitiendo anuncios imposibles de entender. Elo dejó el coche en el aparcamiento y ayudó a Mara a apilar su equipaje en un carrito que amenazaba con desmoronarse.
—Anda, te acompaño hasta dentro —dijo.
—No hace falta, mujer. —Mara sonreía—. Pero si quieres asegurarte de que no olvido la cabeza, ven.
Caminaron entre el ruido metálico de las ruedas y el olor a café caro.
Y entonces lo vio.
A unos metros, justo frente al control de equipajes, estaba Andrés. Y a su lado… Leo.
El corazón de Elo dio un vuelco tan fuerte que sintió que el cuerpo entero se le desordenaba.
No se lo esperaba. Ni remotamente.
Llevaba una chaqueta oscura, el pelo algo revuelto y esa calma engañosa que la desconcertaba. Parecía más mayor, más tranquilo… o quizá era ella la que se había pasado semanas idealizándolo.
—No me digas que ese es Leo —susurró, bajando la voz.
—Ah… sí —dijo Mara, mirando hacia ellos y haciendo como que no entendía su cara de sorpresa—. No te lo había dicho, ¿verdad? Andrés me dijo que venían juntos, Leo va pasar las fiestas con su familia.
—¿Cómo? —Elo la miró, medio incrédula.
Mara se mordió el labio. —Ups.
Ups.
La palabra resonó en la cabeza de Elo como una alarma.
Y antes de que pudiera reaccionar, Andrés ya las había visto y venía hacia ellas, sonriente. Leo lo siguió un par de pasos detrás.
Elo intentó mantener la compostura. Respiró hondo, fingió revisar el móvil, cualquier cosa que la hiciera parecer mínimamente tranquila. Pero en cuanto él se acercó y sus miradas se cruzaron, todo el esfuerzo fue inútil.
—Hola, Elo —dijo Leo, con esa voz grave que se le quedaba pegada a la piel.
—Hola… —respondió ella, con una sonrisa tensa—. Qué… qué casualidad.
—Sí. Bastante.
Mara y Andrés intercambiaron una mirada cómplice, de esas que gritan “plan perfectamente ejecutado”.
Elo los habría matado ahí mismo si no fuera porque estaban en público.
El silencio entre ella y Leo se volvió espeso.
Él metió las manos en los bolsillos, incómodo. Ella fingió revisar la cremallera de una maleta que no necesitaba atención alguna.
—¿Vas a viajar también? —preguntó él.
—No, solo dejo a esta futura malagueña —contestó, señalando a Mara—. Yo me quedo por aquí.
—Ah. —Asintió—. Yo… mi vuelo sale más tarde a Córdoba.
Esa última frase la descolocó.
No sabía por qué, pero sonaba a algo más.
Mara carraspeó. —Bueno, nosotros vamos entrando, ¿no, amor?
Andrés asintió y le dio un beso rápido en la mejilla a Elo. —Feliz descanso.