Leo empujó la puerta de la cafetería, respirando hondo mientras buscaba un lugar tranquilo. Encontró una mesa junto a la ventana, con la luz de la mañana filtrándose entre los cristales. Cuando Elo se sentó frente a él, el corazón le dio un vuelco. Tenía tantas cosas que decir, y al mismo tiempo, le faltaban las palabras.
—Bueno… —comenzó él, intentando sonar casual—. ¿Cómo has estado?
Elo se encogió de hombros, jugueteando con la cucharilla del café.
—Tú ya sabes… trabajo, exámenes, intentando no volverme loca.
Leo la observó con atención, como si quisiera grabar cada gesto, cada movimiento.
—Te he visto varias veces en el campus… —dijo, con un tono casi tímido—. Pero después de lo de la cafetería… no me atrevía a hablarte. No sabía cómo empezar sin parecer un idiota.
Elo bajó la mirada hacia su café, girando la cucharilla entre los dedos.
—Sí… lo de la cafetería fue raro —dijo al fin—. No entendí muy bien qué pasaba entre nosotros.
Leo asintió, tomando aire como si necesitara armarse de valor para seguir.
—Desde ese día… no volví a ver a Florencia —dijo, con un hilo de voz—. Nos dimos un tiempo, nos alejamos un poco.
Elo levantó la cabeza, mirándolo con suavidad, casi como si quisiera tranquilizarlo.
—No hace falta que me des explicaciones, Leo —murmuró—. Ya entiendo… o al menos, creo que entiendo.
Él dejó escapar un suspiro, sintiendo que un peso se aligeraba, aunque la tensión entre ellos seguía siendo palpable.
—Solo quería que supieras que… no fue desprecio, ni indiferencia —dijo, con la mirada fija en ella—. Después de lo de la cafetería, cada vez que te veía en el campus, me quedaba a medias, como si faltaran las palabras justas para acercarme a ti.
Elo jugó un segundo con su cabello, evitando sus ojos, aunque era imposible no notar cómo sus gestos le llegaban al corazón.
—Lo sé —dijo con suavidad—. Y no te preocupes… yo también intenté poner distancia. Pensé que era lo mejor, que así todo sería más fácil.
Leo sonrió con un toque de tristeza.
—Fácil nunca fue —susurró—. Pero verte aquí, ahora… me hace querer que dejemos de medir cada gesto. Que dejemos de hacer como si el tiempo que pasó no importara.
Elo lo miró, y por un instante el mundo se redujo a esa mesa, a esos cafés humeantes, y a la electricidad que parecía saltar entre ellos.
Elo alzó la mirada, sorprendiéndose de la sinceridad con la que hablaba.
—No hace falta que me des explicaciones, Leo —dijo, sonriendo suavemente—. Ya entiendo… o al menos creo que entiendo.
Leo soltó un suspiro, como si le quitaran un peso de encima, aunque la tensión entre ellos seguía palpable.
—No fue desprecio, ni indiferencia —murmuró—. Después de la cafetería, cada vez que te veía por el campus, me quedaba a medias… como si las palabras se me escaparan.
Elo levantó una ceja, divertida y con un toque de reproche.
—Pues vaya manera de demostrarlo —dijo—. Podrías haberlo intentado un poco más.
—Lo sé —replicó él, con una sonrisa tímida—. Fácil nunca fue… pero verte aquí ahora me hace querer dejar de medir cada gesto, de calcular cada palabra.
Elo no pudo evitar reírse, aunque el corazón le latía a mil por hora.
—¿Y cómo se supone que hacemos eso? —preguntó—. ¿Acabamos de empezar a ignorar toda la prudencia que tuvimos estos meses?
—Exacto —dijo él, riendo suavemente—. Ignorar la prudencia y centrarnos en lo que realmente importa.
Hubo un silencio cómodo, de esos que no incomodan, sino que te envuelven. Leo se dio cuenta de lo mucho que le costaba apartar la vista de ella, de lo imposible que era no inclinarse un poco más cerca, aunque la cafetería estuviera llena de gente.
—Eres imposible —susurró Elo, aunque no estaba enojada.
—Tú también —replicó él, riendo por lo bajo, mientras sus dedos rozaban casi sin querer los de ella sobre la mesa.
Ese roce fue suficiente para encender algo entre ellos, un calor que no se podía ignorar. Por primera vez desde aquel día en la cafetería, Leo sintió que podía respirar, que podía decirle todo sin palabras, y que tal vez, solo tal vez, Elo también sentía lo mismo.
Cuando salieron de la cafetería, el cielo parecía a punto de romperse.
El aire olía a lluvia y a algo suspendido, como si el mundo contuviera la respiración por ellos.
Elo caminaba unos pasos por delante, buscando las llaves en el bolso, sin mirar atrás.
Leo la seguía, con las manos en los bolsillos, cada paso más lento que el anterior, como si el cuerpo le estuviera diciendo lo que su cabeza se negaba a aceptar: que no quería dejarla marchar.
Cuando llegaron junto al coche, ella se giró para despedirse.
—Bueno… —dijo, con una sonrisa suave, algo nerviosa—. Será mejor que vayas yendo. Vas a perder el vuelo.
Él la miró unos segundos, sin decir nada.
Y de pronto, dio un paso hacia ella.
Leo no pensó. No midió las consecuencias, ni el vuelo, ni la hora. Solo sintió la necesidad de hacerlo. De cerrar el espacio que llevaba semanas pesándole entre los dos.
Y cuando por fin sus labios rozaron los de ella, todo encajó.
Como si el mundo, por un instante, hiciera silencio.
Elo tenía sabor a lluvia, a algo dulce y eléctrico.
Él notó cómo el cuerpo le temblaba, no por el frío, sino por esa certeza que se le coló en el pecho: estaba perdido. Completamente perdido por ella.