Otra vez tú

Capítulo 21 - Elo

La lluvia golpeaba los cristales con fuerza, y Elo se aferraba al asiento, sin atreverse a tocar el volante.
—No te preocupes, yo conduzco —dijo Leo, con esa calma que la desarmaba, y se inclinó un poco hacia ella para sonreírle.

Se sentó junto a ella, y cada gesto suyo, cada movimiento de sus manos, parecía acercarla más a él. La veía temblar ligeramente por el frío y el agua, y un impulso protector le recorrió todo el cuerpo.

Cuando el coche arrancó, el mundo exterior desapareció: solo quedaban la lluvia, el olor a asfalto mojado y él, tan cerca que Elo podía sentir el calor de su brazo rozando el suyo. Cada vez que sus miradas se cruzaban, sentía un cosquilleo que le subía por la espalda.

En un semáforo, cuando los cristales del coche estaban empañados, Leo la atrajo hacia él con suavidad y la besó con urgencia. No era solo deseo; era todo lo que había contenido desde aquel día en la cafetería, todo lo que no se había atrevido a decirle con palabras.

Elo se dejó llevar, aferrándose a su chaqueta mojada, sabiendo que aquel beso iba a quedarse grabado en su memoria. Y cuando el semáforo se puso verde, siguieron en silencio, con el corazón latiendo desbocado, hasta llegar al piso.

Apenas podía creer lo que acababa de pasar. Aún sentía los labios de Leo sobre los suyos, el peso de su mano al rozarla, la mirada que la había dejado sin aire antes de besarla.

Fuera, la lluvia seguía cayendo sin descanso, golpeando los cristales del coche con un ritmo hipnótico. Dentro, solo existía ese silencio cargado, denso, donde cada respiración parecía decir más de lo que se atrevían a pronunciar.

Leo conducía con las manos firmes sobre el volante, pero Elo notaba cómo su mirada buscaba la suya cada pocos segundos. Y cada vez que se encontraban, el estómago se le encogía, como si volviera a caer en el mismo vértigo de siempre: él.

Cuando por fin aparcaron frente al edificio, Elo suspiró, sin saber si era alivio o miedo.
—Sube… —murmuró, sin pensarlo demasiado—. Al menos hasta que pare.

Leo la miró unos segundos, y en su expresión había algo que la desarmó. Era ternura. Esa mezcla de calma y fuego que la dejaba indefensa.
Asintió despacio, con una sonrisa apenas visible.

En el ascensor, el silencio fue distinto. No incómodo, sino cargado. Elo podía oír el sonido de sus respiraciones, el goteo de la lluvia cayendo de sus abrigos, el eco suave del motor subiendo los pisos.
Hasta que Leo dio un paso hacia ella.

Sin decir nada, la atrajo suavemente por la cintura.
Elo apenas tuvo tiempo de mirarlo. De ver ese brillo en sus ojos antes de que la besara.

El beso fue intenso, casi torpe de tan impaciente. Pero también dulce.
La apretó contra él, con las manos temblorosas, como si llevara demasiado tiempo conteniéndose. Elo sintió el calor de su cuerpo a pesar de la ropa empapada, el roce de sus dedos en su nuca, el murmullo ahogado de su nombre entre respiraciones.

Cuando la puerta del ascensor se abrió, apenas pudieron separarse. Rieron en un susurro, sin decir nada, con las mejillas encendidas y el corazón desbocado.

Dentro del piso, Elo dejó las llaves sobre la mesa. El sonido metálico rebotó en el silencio. Se giró, y allí estaba él, mirándola como si el mundo acabara de quedarse quieto.

Dio un paso hacia ella. Y sin saber por qué, Elo también lo dio.
No hubo palabras. Solo el gesto inevitable de las manos buscándose, el roce de una camisa fría, el temblor que recorría la piel al tocarse.

Cada beso era distinto: uno torpe, otro lento, otro casi un suspiro. Y en todos, Elo podía sentir lo que Leo no decía. El miedo, el alivio, la entrega.

Cuando sus frentes se apoyaron, jadeando los dos, Elo sonrió apenas.
—Estás empapado…
—Y tú también —susurró él, con esa media sonrisa que la desarmaba.

Iba a responder, pero él la interrumpió con otro beso, esta vez más suave, como si quisiera grabar ese momento en su memoria.

La lluvia seguía cayendo fuera, pero dentro todo se había detenido.
El tiempo, el ruido, el pasado. Solo quedaban ellos dos, envueltos en la calma después de la tormenta, aprendiendo a respirarse de nuevo.

Leo la abrazó, y Elo apoyó la cabeza sobre su pecho. Escuchó su corazón latiendo rápido, fuerte, real. Le rodeó la cintura, buscando su calor, y en ese instante supo que no quería que la noche terminara.

Por primera vez en mucho tiempo, no pensó en nada más.
No en Florencia, ni en lo que vendría después, ni en si era buena idea. Solo en lo que sentía ahora: el olor a lluvia en su piel, el tacto de sus manos, y esa certeza silenciosa de que, de algún modo, Leo también la había estado esperando todo este tiempo.

Leo la tomó de la mano, y ella lo guió hasta el cuarto. Sus dedos se entrelazaron con naturalidad, como si siempre hubieran pertenecido allí. Cada roce de sus manos, cada mirada, cada respiración compartida hacía que el tiempo se estirara, se volviera más lento, más intenso.

—Eres… increíble —susurró Leo, apoyando la frente contra la suya, y Elo sintió cómo todo su cuerpo reaccionaba a la cercanía, a la ternura que emanaba de él.

Se besaron de nuevo, esta vez con calma, dejando que cada beso contara lo que las palabras no podían. Sus manos recorrían lentamente los contornos del otro, explorando, descubriendo, reconociendo. Cada gesto era un recordatorio de lo mucho que se habían echado de menos.



#1684 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

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