El silencio después fue distinto. No pesado ni incómodo, sino suave, como si el mundo hubiese decidido contener la respiración para no interrumpirles. Afuera la lluvia seguía cayendo, ahora más leve, marcando un ritmo constante contra los cristales.
Elo estaba acurrucada contra su pecho, respirando despacio, con la piel cálida aún pegada a la suya. Tenía el cabello húmedo, enredado en mechones que le hacían cosquillas en la clavícula. Leo levantó una mano y le acarició la espalda con movimientos lentos, apenas rozándola con la yema de los dedos, como si tuviera miedo de romper algo sagrado.
No podía creer que estuviera ahí. Con ella. Después de todo.
La miró en silencio, observando cómo el sueño iba adueñándose de su cuerpo, cómo su respiración se volvía más profunda, más tranquila. Cada tanto, Elo murmuraba algo apenas audible, como si su inconsciente siguiera buscándolo incluso dormida. Y él sonreía.
Nunca se había sentido así. Había estado con otras personas, claro, pero esto era diferente. No era solo deseo ni la adrenalina del momento. Era… otra cosa. Algo que le hacía temblar por dentro y, al mismo tiempo, le daba paz.
Mientras la tenía entre los brazos, Leo sintió que una parte de él —esa que siempre había estado en guardia, la que no se dejaba del todo alcanzar— simplemente cedía. Como si Elo hubiese entrado en él sin pedir permiso y ahora formara parte de todo lo que era.
Le besó la frente, despacio, con un cuidado reverente.
—No tienes ni idea de lo que me haces sentir… —susurró, aunque sabía que ella ya dormía.
El corazón le latía fuerte, pero no de nervios, sino de plenitud. Había algo hipnótico en la forma en que ella encajaba contra él, en cómo su mano descansaba sobre su pecho, justo donde el corazón le golpeaba las costillas.
Leo se quedó un rato más así, sin cerrar los ojos, simplemente observando la habitación en penumbra y escuchando el sonido suave de la lluvia mezclado con la respiración de Elo.
Y ahí, entre el calor compartido y el olor a piel y calma, entendió que estaba perdido.
No de esa forma que asusta, sino de esa otra que lo cambia todo.
Porque nunca había hecho el amor así, nunca había sentido que alguien le desarmara con tanta dulzura. Elo no era una historia pasajera ni una coincidencia más. Era el centro de todo lo que no sabía que estaba buscando.
Y mientras el sueño finalmente comenzaba a vencerlo, pensó que si el mundo se detenía ahí, en ese instante exacto, le bastaría.
El sonido del móvil lo arrancó de un sueño profundo. Tardó unos segundos en entender dónde estaba. La habitación seguía en penumbra, apenas iluminada por la luz azulada del teléfono que vibraba sin descanso sobre la mesita de noche.
—¿Qué…? —murmuró, entre dormido y confundido.
A su lado, Elo se movió un poco, murmurando algo ininteligible.
Leo se incorporó con cuidado, intentando no despertarla del todo, aunque ya era tarde para eso: el móvil seguía sonando con insistencia. “Tomás llamando”. Su hermano. Otra vez.
Suspiró, se pasó una mano por el pelo y deslizó el dedo por la pantalla.
—¿Sí?
Del otro lado, una voz medio desesperada:
—¡Tío, ¿dónde estás?! Llevo media hora en el aeropuerto.
Leo cerró los ojos un segundo, frotándose la frente.
—He… —miró de reojo a Elo, que ahora se estaba incorporando, medio dormida, con la sábana envuelta alrededor del cuerpo—. He perdido el vuelo.
Silencio. Luego, el inevitable tono de su hermano, mezcla de incredulidad y burla:
—¿Cómo que has perdido el vuelo? ¿Y no podías avisar?
—Se me pasó —dijo Leo, sin poder evitar una sonrisa al verla caminar hacia el baño, descalza, con la sábana rozando el suelo. Había algo hipnótico en su naturalidad, en esa mezcla de timidez y calma.
Tomás suspiró al otro lado.
—Madre mía… ¿dónde estás?
Leo se frotó la nuca, intentando sonar casual:
—En casa de… una amiga.
—Ajá. —El tono del hermano se volvió divertido—. Una amiga. Ya. Vale.
—Te llamo mañana, ¿vale? —atajó Leo, reprimiendo la risa—.
Colgó y dejó el móvil a un lado, soltando un suspiro entre divertido y resignado.
Desde el baño, se oyó el sonido del agua del grifo y luego la voz de Elo, suave, medio dormida:
—¿Todo bien?
Leo se giró hacia la puerta, donde ella apareció un momento después, todavía con la sábana enredada, el pelo revuelto y esa sonrisa pequeña que le descolocaba por completo. No supo si era el sueño o la luz tenue de la madrugada, pero juraría que nunca la había visto tan preciosa.
—Era mi hermano —dijo él—. Está en el aeropuerto… esperándome.
Elo arqueó una ceja, sorprendida.
—¿No le avisaste que perdiste el vuelo?
—No—respondió él, con una sonrisa que se le escapó sin querer—. Pero… bueno, digamos que encontré algo mejor que hacer.
—Vas a tener que inventarte una buena excusa.
—La tengo —dijo Leo, acercándose despacio, como si no quisiera romper el instante—. Le diré la verdad.
—¿Ah, sí? —preguntó ella, divertida, poniéndose de puntillas para mirarlo a los ojos—. ¿Y cuál es la verdad?