La luz tenue del amanecer se filtraba entre las cortinas, tiñendo la habitación de un dorado suave.
Elo abrió los ojos despacio, todavía envuelta en ese estado entre el sueño y la realidad, y por un segundo pensó que seguía soñando.
Leo estaba ahí.
Dormido.
Con un brazo cruzado sobre ella, el pecho subiendo y bajando despacio, el pelo completamente despeinado (de una manera injustamente atractiva, pensó), y esa expresión tranquila que parecía decir nada puede salir mal mientras estés acá.
Elo se quedó quieta, observándolo.
Cada respiración, cada pequeño movimiento.
El calor que aún quedaba entre las sábanas.
No podía evitar sonreír.
¿Cómo podía alguien ser tan guapo incluso dormido? Era casi ofensivo.
Intentó moverse con cuidado para no despertarlo, pero Leo murmuró algo ininteligible y la abrazó un poco más fuerte, como si su cuerpo se negara a soltarla.
Ella reprimió una risa.
—Muy bien, señor vuelo perdido… —susurró entre dientes—. Veo que no tenías pensado dejarme escapar.
El murmullo que recibió de respuesta fue una mezcla de respiro y sonrisa dormida, y eso bastó para desarmarla otra vez.
Se recostó de nuevo, dejando que su cabeza quedara justo sobre su pecho. Podía escuchar el ritmo lento de su corazón, ese sonido constante que la tranquilizaba más que cualquier palabra.
Por un momento se preguntó cómo habían llegado hasta ahí, cómo algo tan simple —una conversación, una mirada, una risa— había terminado convirtiéndose en esto: en una noche que parecía fuera del tiempo.
Él se movió un poco y, sin abrir los ojos, murmuró con voz ronca:
—¿Estás despierta?
—Tal vez. —sonrió ella, divertida.
—Entonces vuelve a dormir… —murmuró él, apretándola suavemente contra su pecho—. Prometo no roncar.
—Ya es tarde para eso —bromeó Elo, y él soltó una risa baja, arrastrada por el sueño.
Ella lo miró otra vez, esta vez con una ternura más serena. No sabía cómo explicarlo, pero había algo en él que la hacía sentirse a salvo.
No era solo su forma de mirarla, ni sus manos firmes y cálidas, ni la manera en que la escuchaba incluso en silencio.
Era… la sensación de que, por fin, podía dejar de pretender.
De que podía ser ella.
Con sus dudas, con su risa nerviosa, con el cabello hecho un desastre y la voz medio dormida.
Y él seguía ahí.
Elo respiró hondo, pensó que si el mundo decidía detenerse en ese instante, no le importaría.
Podría quedarse así —enredada entre las sábanas y las manos de Leo— durante siglos.
Aunque, claro, su estómago decidió traicionarla con un gruñido repentino.
Leo abrió un ojo, divertido.
—¿Eso fue tuyo o mío?
—No lo sé… —respondió, llevándose una mano a la cara, muerta de risa—. Tal vez los dos.
Él se incorporó un poco, con el pelo aún más despeinado, y sonrió de esa forma que a Elo le hacía olvidar cómo se respiraba.
—Entonces diría que es hora del desayuno.
—¿Tú cocinando? —preguntó ella, fingiendo sorpresa—. ¿No es peligroso?
—Depende. —Él la miró con una sonrisa pícara—. ¿Te gusta el café con o sin incendios?
Elo rió, esa risa limpia que sonaba como una caricia.
—Con tal de verte intentarlo, me sirve cualquier versión.
Leo se levantó, envuelto en una mezcla de torpeza y encanto, buscando su camiseta por la habitación. Elo se quedó un momento más en la cama, observándolo, y pensó —con esa certeza que no necesita palabras— que sí, definitivamente, esa noche no había sido solo una noche.
Había sido el comienzo de algo que no sabía nombrar, pero que ya la había cambiado por dentro.
La cocina olía a café recién hecho y a tostadas un poco más doradas de lo que deberían.
Leo estaba inclinado sobre la encimera, concentrado en manipular la cafetera como si de una operación de alta precisión se tratara.
Elo lo observaba desde la mesa, con las piernas cruzadas, envuelta en su bata y con una sonrisa que no podía contener.
—Estás muy concentrado —dijo, divertida.
—Estoy intentando no provocar una catástrofe —respondió él sin apartar la vista de la cafetera—. Creo que esto no debería hacer tanto ruido, ¿no?
Un pchhhhh amenazante salió del aparato, y Elo soltó una carcajada.
—Definitivamente no.
—Vale, vale, ya lo tengo —murmuró él, girando la válvula con gesto de victoria—. Te presento… mi primer café sin explosiones.
Elo se llevó la taza entre las manos, intentando ocultar la risa.
—Bueno, huele bien. No está mal. 
—¿No está mal? —repitió él, fingiendo ofenderse—. Esperaba un “eres un genio del café”.
—Te lo diré cuando pruebe que no está quemado.
Leo se sentó frente a ella, todavía con el pelo húmedo y una sonrisa que la desarmaba por completo.
Durante unos segundos, se quedaron en silencio, solo mirándose, con esa calma que no necesitaba explicación.
Elo apartó la mirada, jugueteando con el borde de la taza.
—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —dijo.
—¿Qué?
—Que me parece surrealista. Ayer estabas en un aeropuerto, y ahora estás aquí, desayunando conmigo.
—Y sin ningún remordimiento —añadió él, sonriendo—. Aunque creo que mi hermano sigue sin entender nada.