Cuando sus labios se separaron, Leo se quedó mirándola unos segundos más, con la frente aún apoyada en la suya, como si temiera que, si se movía, el momento se rompiera.
Había algo en Elo que lo desarmaba por completo: esa mezcla imposible de calma y caos, de dulzura y carácter. No necesitaba decir mucho; bastaba con cómo lo miraba.
Y en ese instante, Leo supo que podía irse tranquilo. Porque lo que sentía no se iba a perder con la distancia.
Elo se apartó despacio y fue a dejar las tazas en el fregadero. Leo la siguió con la mirada, intentando grabar cada detalle: la forma en que se recogía el pelo de forma distraída, cómo tarareaba una canción sin letra, y la luz colándose entre las cortinas, dibujando reflejos dorados sobre su piel.
—¿Estás muy seguro de que quieres irte? —preguntó ella sin girarse, con voz traviesa.
—No —contestó él sin pensarlo—. Pero me prometieron roscón y chantaje emocional si no iba.
Elo rió, girándose con los brazos cruzados.—¿Y el chantaje emocional no me tocaba hacerlo a mí? Qué decepción.
—Tú lo haces sin darte cuenta —dijo Leo, acercándose—. Eres peligrosa.
—¿Yo? Por favor. Soy un ser de paz y pan tostado.
—Claro —rió él—, una amenaza envuelta en mermelada.
Elo lo empujó suavemente con el hombro.—Si quieres que te prepare desayuno la próxima vez, te conviene no provocarme.
—¿La próxima vez? —repitió Leo con una sonrisa—. Me gusta cómo suena eso.
—No te acostumbres —dijo ella, aunque no pudo evitar sonreír.
Leo la miró un momento, en silencio, con esa mezcla de ternura y fascinación que se le escapaba cuando estaba cerca.
—Voy a echar de menos esto.
—¿Mi desayuno o mi humor? —preguntó Elo, divertida.
—Las dos cosas. Pero sobre todo tus monólogos a las siete de la mañana.
Elo arqueó una ceja.—Ah, o sea, mi capacidad de hablar sin respirar.
—Exacto —rió él—. Es como tener una emisora de radio, pero con mejor olor.
Ella fingió ofensa.—Qué romántico. Las chicas se derriten con eso, ¿lo sabías?
—Bueno, si no te gusta, puedo decir que eres mi podcast favorito.
Elo soltó una carcajada.—Madre mía, estás insoportable.
—Insoportablemente encantador, querrás decir.
—Sí, claro —replicó ella, rodando los ojos—. Encantador como un mosquito en verano.
Leo no pudo evitar reír y la abrazó.—Igual me vas a echar de menos.
—Mmm... —Elo fingió pensarlo—. Tal vez un poquito. Pero solo porque no sé a quién contarle mis teorías sobre los aeropuertos.
—¿Tienes teorías sobre aeropuertos? —preguntó él, divertido.
—Obvio. Son como los limbos modernos: la gente no sabe si va o viene, todos tienen cara de resaca y el café es sospechosamente caro.
—Te juro que podría escucharte horas —dijo Leo, sonriendo contra su pelo.
—Eso suena a amenaza.
—Romántica, en mi defensa —respondió él, robándole un beso.
Elo suspiró, bajando la mirada un instante.—No me gusta esto de las despedidas.
—A mí tampoco —admitió él—. Pero te prometo que será la última por un tiempo.
—Más te vale. Porque si no, la próxima vez me meto en la maleta.
Leo rió, imaginándosela allí.—No creo que el control de seguridad apruebe eso.
—No lo harían —replicó ella, muy seria—. No soportarían mi encanto.
—Definitivamente no —dijo él, acercándola un poco más—. Ni yo tampoco.
El camino hacia el aeropuerto se le hizo corto. O quizás solo lo sintió así porque no quería que terminara.
Elo conducía con una mano en el volante y la otra gesticulando mientras hablaba, como si cada palabra necesitara su propio movimiento. Él la observaba con una mezcla de ternura y asombro: le hablaba del tráfico, del tiempo, de un vecino raro del edificio… y entre una frase y otra, sin decirlo, le estaba diciendo que lo iba a echar de menos.
Cuando aparcaron frente a la terminal, el cielo empezaba a aclarar del todo. La lluvia había parado, pero el suelo seguía brillando, reflejando las luces del amanecer.
Leo bajó del coche y le abrió la puerta. Ella salió despacio, intentando sonreír.
—Bueno… —dijo él, rascándose la nuca— supongo que este es el momento incómodo.
—El de decir “buen viaje” y fingir que no te voy a stalkear en Instagram, sí —respondió Elo.
Leo rió.—Ah, genial. Al menos eres honesta.
—Siempre —dijo ella con una sonrisa orgullosa.
Él la miró unos segundos, y con un gesto suave le acarició la mejilla.—Te voy a escribir.
—Eso dices ahora, pero luego te olvidas y yo termino hablando sola con el emoji del avión.
—No me subestimes —dijo él, bajando la voz—. Si hace falta, te llamo desde el baño del aeropuerto.