Otra vez tú

Capítulo 29 - Elo

Volver a Madrid después de las fiestas siempre tiene la misma banda sonora: lavadora, café y existencialismo leve. Intenté convencerme de que la rutina me haría bien, pero lo cierto es que la ciudad sonaba demasiado grande y mi piso, demasiado vacío.

Había vuelto unos días antes que el resto del mundo.
La excusa oficial era que tenía que preparar un par de artículos para el periódico antes de que empezara el nuevo trimestre, pero, siendo sinceros, también porque mis padres se habían ido de viaje y la casa familiar se había quedado tan silenciosa que hasta el reloj del pasillo parecía juzgarme.

Así que ahí estaba yo, de regreso en Madrid, con el abrigo aún oliendo a leña y roscones, deshaciendo una maleta que parecía pesar más emocionalmente que físicamente.
Mientras metía la ropa en la lavadora y el café se preparaba en la máquina, todo se sentía… raro.

Demasiado tranquilo.
Demasiado vacío.

Hasta el gato de la vecina, ese que siempre maullaba a horas indecentes, parecía haberse tomado vacaciones.

El plan era sencillo: deshacer la maleta, contestar correos y, en algún momento entre un sorbo de café y otro, recibir un mensaje de Leo que me arrancara una sonrisa tonta.
Algo tipo “¿Has llegado bien?”, “Echo de menos tus tostadas quemadas” o, en el mejor de los casos, “Estoy contando los días para volver a verte”.

Pero el móvil seguía callado.
Y el silencio, cuando esperas a alguien, tiene un sonido muy concreto: el de la impaciencia mezclada con orgullo.

Así que, para no mirar el móvil cada dos minutos, decidí ser productiva. Abrí el portátil, puse música y me convencí de que el mejor remedio para la nostalgia era una buena dosis de trabajo y cafeína.

Claro que no pasaron ni diez minutos antes de que abriera la aplicación de mensajes, “por si acaso se había cortado el wifi”.

No se había cortado.
Simplemente, Leo no había escrito.

Suspiré, cerré el portátil y me quedé mirando por la ventana.
Madrid seguía igual: los coches pitando, los vecinos discutiendo sobre dónde aparcar y esa mezcla de caos y encanto que siempre me había hecho sentir en casa.
Pero esta vez, sin él, todo parecía un poco más gris.
Al principio, durante las vacaciones, todo había sido un ir y venir de mensajes dulces, bromas absurdas y fotos tontas —de esas que solo mandas cuando estás pillada hasta las trancas.
Nos reíamos de cualquier cosa: su intento fallido de hacer turrón casero, mi colección de pijamas navideños, o quién de los dos se dormía antes en las videollamadas.

Luego, poco a poco, los textos se hicieron más cortos.
Más neutros.
Más… meh.

“Todo bien.”
“Con la familia.”
“El sitio es precioso.”
Y, como guinda, el temido emoji del pulgar arriba.
Ese emoji pasivo-agresivo que debería venir con un cartel de “estoy vivo, pero no me pidas entusiasmo”.

Mi parte racional decía: Está ocupado, Elo. No seas intensa.
Pero mi otra parte —la dramática, la que ve señales cósmicas en los silencios de WhatsApp— gritaba que algo no cuadraba.

Intenté distraerme.
Error.

Nada más cruzar la puerta del café, Mara me localizó como un dron rastreador de dramas ajenos.
Tenía un café en una mano, el móvil en la otra y esa sonrisa de “traes chisme, confiesa o te interrogo bajo presión”.

—¡Elooo! —exclamó, acercándose para darme un abrazo que casi me desarma—. ¡Por fin! Llevas días desaparecida. Pensé que te habías fugado con el fotógrafo del periódico.
—Ojalá —murmuré, dejando el abrigo y dejándome caer en la silla—. Al menos él no me dejaría en visto.

Mara alzó una ceja, experta en detectar caos emocional a kilómetros.
—Ajá. Tenemos tema. Cuéntame todo.
—No sé… Leo está raro —dije, revolviendo el azúcar sin ganas—. Desde Nochevieja lo noto distinto. Antes me escribía todo el rato y ahora parece un chatbot con ansiedad social.
—¿Raro tipo “me he unido a una secta de autoayuda”? ¿O raro tipo “mi ex con vestido ajustado ha vuelto al panorama”? —preguntó con esa mezcla de humor y malicia que solo ella domina.

Suspiré, saboreando el café como si fuera un sedante.
—Prefiero no pensar en la segunda opción… pero, sí. En la última llamada sonaba… no sé, distraído. Como si Florencia estuviera pasando por detrás con una copa de vino y la sonrisa esa de “yo estuve aquí primero”.

Mara dramatizó un jadeo y se llevó una mano al pecho.
—¡La innombrable ha regresado de entre los muertos! Qué clásico.
—Lo peor es que puede que no haya pasado nada —admití, mordiéndome el labio—, pero mi cabeza ya escribió tres temporadas y un spin-off de celos innecesarios.

Mara me empujó un croissant por la mesa. Terapia de emergencia.
—Vale, orden del día: te prohíbo oficialmente entrar en modo detective emocional. No lo stalkees, no amplíes fotos, y sobre todo, no analices el uso de comas.
—Demasiado tarde —confesé con la boca llena—. Ya analicé su emoji. Y el punto final de su último mensaje.
Mara se llevó las manos a la cabeza, horrorizada.
—¿Punto final? ¡Eso es violencia pasivo-afectiva en toda regla!

Las dos nos echamos a reír, pero por dentro una parte de mí seguía dándole vueltas.
Porque, aunque intentara hacerme la graciosa, había algo en ese cambio de tono, en esa distancia repentina, que no terminaba de encajar.



#1684 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

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