El día antes de Nochevieja, Florencia apareció en mi casa como si no hubieran pasado semanas desde la última vez que nos vimos.
Ni un mensaje previo, ni un aviso. Solo su voz en la puerta:
—Hola, Leo.
Mi madre fue la que abrió. Y claro, cuando me asomé al pasillo y la vi allí —esa sonrisa estudiada, la bufanda perfectamente colocada, una bolsa de regalos en la mano— entendí que ya era tarde para cualquier escapatoria elegante.
—Flor… —dije, intentando que mi tono sonara cordial y no nervioso.
—Tu madre me invitó a pasar, ¿es mal momento?
Era mal momento.
Pero ella conocía a mi familia desde hacía años. Había pasado media adolescencia cenando en esa casa, ayudando a mi madre con los postres y riéndose con mi hermano.
Decirle que no entrara habría sido como cerrar la puerta en la cara a un fantasma educado.
Así que la dejé pasar.
Y con eso, también dejé entrar un montón de recuerdos que no había pedido.
Florencia se movía por la casa con esa familiaridad que me revolvía el estómago: saludó a mis padres, preguntó por mi abuela, dejó los regalos en la mesa… como si todo siguiera igual.
Yo me limité a seguirla en silencio, sintiendo la mirada de mi madre que decía “pórtate bien” sin palabras.
Pero Florencia me buscó la mirada y, apenas tuvo oportunidad, soltó en voz baja:
—¿Podemos hablar a solas un momento?
Asentí, más por reflejo que por ganas, y la conduje hasta el patio cubierto, lejos del bullicio de la cocina. El aire era frío, y yo agradecí tener una excusa para cruzarme de brazos.
—¿Qué haces aquí, Flor? —pregunté, sin rodeos.
Ella alzó una ceja, como si la pregunta le pareciera absurda.
—Vine como habíamos planeado. Me dijiste que si este año podía, viniera a pasar las fiestas.
—Esos planes fueron antes de… —busqué la palabra correcta, pero ella me interrumpió.
—Antes de que tú decidieras que necesitabas “espacio”. —Hizo comillas en el aire con los dedos, clavando la mirada en la mía.
—No fue solo eso —respondí, conteniéndome—. Lo hablamos. Sabíamos que lo nuestro ya no funcionaba.
Florencia sonrió, pero no era una sonrisa amable.
—No, Leo. Tú dijiste que no funcionaba. Yo solo me quedé callada porque estabas convencido de que era lo correcto. Pero no me pediste que te olvidara.
—No te pedí que vinieras desde París —solté, un poco más brusco de lo que pretendía.
—Viajar hasta aquí no me costó tanto como dejarte marchar —replicó ella, con una calma que me desarmó un segundo.
—Flor, esto no… —me pasé una mano por el pelo, frustrado—. No tiene sentido volver a todo eso.
—¿A “todo eso”? —repitió, dolida—. Años de relación, tus padres, mis navidades aquí, nuestros planes de mudarnos juntos… ¿eso ahora es “todo eso”?
No supe qué contestar.
Porque una parte de mí se sentía culpable. Y otra, sinceramente agotada.
La miré, y me di cuenta de que nada había cambiado en ella, salvo que yo ya no era el mismo.
Había algo en Elo que había puesto mi mundo patas arriba: su risa desordenada, su manera de hablar sin filtro, su forma de hacerme sentir en casa incluso cuando no sabía dónde estaba.
Y al ver a Florencia ahí, tan calculadamente perfecta, todo me resultaba… distante.
—Flor —dije finalmente, más suave—. No quiero hacerte daño. Pero si viniste esperando que esto signifique algo, te vas a decepcionar.
Ella me sostuvo la mirada unos segundos más.
—Entonces dímelo claro, Leo. ¿Ya estás con alguien más?
La pregunta me pilló como un golpe seco.
No respondí enseguida. Y eso, claro, fue respuesta suficiente.
Florencia asintió despacio, con una media sonrisa triste.
—Ya veo.
Durante un instante, creí que se iría. Pero no lo hizo.
—No quiero pelear contigo —dijo, respirando hondo—. Solo quería… verte.
Durante la cena, todo fue una especie de teatro costumbrista: mi madre encantada, mi padre hablando de fútbol, mi hermano mandándome miradas cómplices desde el otro lado de la mesa y Florencia… comportándose como si los últimos meses nunca hubieran existido.
Nada de silencios incómodos ni distancias prudentes. Reía, hacía chistes, servía vino, y de vez en cuando me rozaba el brazo con total naturalidad.
Yo intentaba mantener el tipo: cordial, civilizado, diplomático.
Pero por dentro, me hervía la cabeza.
Un rato antes, justo antes de sentarnos, me había dicho con esa sonrisa suya que conocía de memoria:
—Me quedo a cenar, como habíamos planeado, ¿no? Tu madre ha insistido, y además… sé que esto se va a solucionar tarde o temprano.
Había querido corregirla —decirle que no había nada que “solucionar”, que los planes viejos ya no valían—, pero mi madre apareció en ese momento y todo intento de sinceridad quedó archivado bajo el mantel.
Así que allí estábamos. Ella hablaba de París, de los museos, de sus clases, como si me estuviera poniendo al día de la vida que había dejado en pausa. Y cada vez que mis padres reían con sus historias, me invadía una sensación rara, como si yo fuera un impostor en mi propia casa.
Porque mientras Florencia hablaba, yo solo podía pensar en Elo.
En su risa al otro lado del teléfono.
En cómo me miraba medio dormida por las mañanas, con el pelo revuelto y el café en la mano.
En lo fácil que había sido todo con ella, sin peso del pasado ni frases medidas.