La última noche del año siempre me parecía un poco absurda. Todo el mundo vestido de gala, brindando como si un reloj pudiera borrar los desastres de los últimos 365 días. Yo estaba en el salón, con una copa de cava en la mano rogando no atragantarme con las uvas mientras Mía se reía de todo y todos.
—¡Elo, atenta al conteo! —me gritó mi madre desde la cocina, con la sonrisa más entusiasta que he visto en años, mientras mi padre intentaba calibrar la cámara para que quedáramos todos en la foto de grupo.
—¡Cinco, cuatro, tres, dos, uno…! —contábamos todos, con la televisión encendida en un canal que pasaba las campanadas en directo desde Madrid— ¡Feliz año!
Intenté cumplir la tradición y meterme la primera uva en la boca. Solo que la mía decidió rebelarse y casi me atraganto. Tosí un par de veces, me llevé la mano a la garganta y, entre toses y risas, logré salvar la situación.
—¡Elo! —exclamó Mía, entre carcajadas—. ¡Te vas a atragantar si sigues así!
—Estoy bien, estoy bien —dije, tosiendo todavía un poco—. Solo… exageré un poco.
Mi abuela, que estaba sentada en su sillón con una manta sobre las piernas y mirando todo con esa mirada de “yo ya he visto todo en la vida”, soltó un suspiro dramático.
—La próxima vez, niña, mastica las uvas. No quiero verte salir volando por la ventana con la bufanda puesta.
Mi tía Puri, como siempre, apareció con una bandeja extra de turrones y me dio un codazo amistoso:
—¡Así no se empieza el año! Mira que soy buena, pero si te atragantas, te echo de menos.
Mi padre levantó la copa hacia mí, con una sonrisa que mezclaba orgullo y diversión.
—Tranquila, Elo. Al menos nadie ha intentado beber el cava con la pajita todavía. Eso sería mucho más trágico.
Y mientras yo recuperaba el aliento, Mía me lanzó otra mirada cómplice y murmuró:
—Vale, hermana mayor, felicidades. Primer susto del año… check.
—Gracias, gracias —dije, respirando hondo y riéndome—. Vamos a por el resto de las uvas… pero sin dramatismos esta vez.
Todos alrededor volvieron a levantar las copas y reímos juntos. Por un momento, entre el bullicio, los abrazos y los chistes de mi familia, sentí que no importaba lo que viniera en los próximos 365 días. Aquí, rodeada de los míos, la vida era un poco más dulce y mucho más divertida.
Y justo cuando recobré el aliento, mi móvil vibró sobre la mesa del salón. Lo miré y casi me atraganto de nuevo, esta vez por sorpresa y emoción: era un mensaje de Leo.
"Feliz año, Elo. Que este sea nuestro año… y que te sonría tanto como tú me haces sonreír a mí."
Mi corazón decidió saltar tres latidos de golpe, y yo solo podía pensar: “Esto es demasiado dulce para medianoche”.
Respondí enseguida, intentando sonar casual y no parecer que me iba a derretir sobre el sofá:
"Feliz año, Leo. Espero que tu año empiece tan bien como el mío… gracias a tu mensaje."
No habían pasado ni diez minutos cuando el móvil vibró otra vez, y esta vez no era un mensaje. Era él, llamándome.
—¡Leo! —dije, intentando que mi voz sonara relajada mientras pulsaba aceptar—. Feliz año…
—¡Feliz año, Elo! —contestó él, con esa mezcla de entusiasmo y suavidad que me hace perder la concentración instantáneamente—. ¿Estás bien? ¿Has sobrevivido a la cuenta atrás sin atragantarte con las uvas?
—Sí… más o menos —respondí, sonriendo sola en medio del salón, mientras Mía y mi madre lanzaban miradas cómplices desde la cocina—. Pero tu mensaje me salvó de cualquier drama de medianoche.
—Ese era el plan —dijo él, y juraría que estaba sonriendo igual que yo—. Quería ser el primero en desearte un año increíble.
—Bueno… lo has conseguido —dije, con la voz un poco más suave—. Me has dejado… feliz.
—Eso me gusta —replicó—. Prometo que este año habrá muchos más motivos para sonreír. Y quiero estar en todos ellos, aunque sea en pensamiento hasta que nos veamos.
—Eso suena… muy bonito —susurré, apoyando la frente contra el sofá por un segundo—. Me alegra que estés ahí, incluso a kilómetros de distancia.
—Estoy deseando verte y que esto sea solo el inicio de mil momentos así.
Sonreí tanto que Mía se acercó con una ceja levantada, mirando mi móvil:
—A ver… ¿quién te está haciendo sonrojar así a medianoche?
—¡Mía! —exclamé, tapándome el teléfono—. Es… es solo Leo.
—Ajá —dijo ella, divertida—. Buen comienzo de año, cuñado. Parece que 2026 va a ser tu año.
—Sí… eso creo —murmuré, mientras seguía escuchando la voz de Leo por el altavoz, cálida y cercana, aunque solo fueran kilómetros de distancia.
Por unos segundos, todo fue natural, divertido. Como si los kilómetros y las semanas de distancia no existieran, como si estuviéramos en el mismo salón, riéndonos de mis uvas rebeldes y de los comentarios de mi abuela.
Pero entonces, noté un pequeño cambio. Su voz, normalmente tan segura y juguetona, se volvió un poquito titubeante, más dulce que seria. Había un nerviosismo encantador, como si estuviera intentando decir algo sin que yo me diera cuenta del todo.