Los últimos días antes de volver a Madrid se sienten como una especie de limbo emocional con calefacción central.
No sé si estoy nervioso, cansado o enamorado con un toque de estupidez, pero algo dentro de mí no termina de encajar.
Florencia está aquí.
Bueno, ha estado aquí.
Llegó de improviso, con esa sonrisa de “no he venido a remover nada, solo a recordar que existo”.
Y claro, mi madre la adora.
—Ay, Leo, hijo, qué alegría me da verte con Florencia otra vez —me dijo ayer mientras pelaba patatas como si estuviera orquestando una reconciliación internacional—. Se te nota distinto. Más… sereno.
—Sí, claro, mamá. Sereno es justo la palabra.
Mentira.
Sereno no.
Confundido, más bien.
Atascado.
Y con una necesidad absurda de revisar si Elo ya leyó mi último mensaje.
El problema es que mamá no sabe que lo de Florencia se acabó hace meses.
Y yo… no he tenido el valor de decírselo.
No porque tema su reacción —mi madre no es de enfadarse—, sino porque la quiere tanto que parece que romper con Florencia sería, en parte, romperle algo a ella también.
Creció viéndonos juntos, le mandaba bizcochos en los parciales, la invitaba a comer los domingos.
Para ella, Florencia es la chica que entiende a su hijo raro, distraído y sociológicamente intenso.
Y ahora, verla en casa otra vez, ayudando a poner la mesa, riéndose con mi hermano como si el tiempo no hubiera pasado, me revuelve por dentro.
Porque, por fuera, todo parece en orden. Pero por dentro… no.
Por dentro estoy en otra parte.
Pensando en Elo.
En su voz medio ronca cuando se ríe, en la forma en que dice “por favor” cuando se enfada, en la foto que me mandó hace unos días con ese gorro ridículo que no pude dejar de mirar durante media hora.
Y mientras mamá y Florencia hablan en la cocina sobre recetas de roscón, yo miro el móvil como un idiota, esperando que Elo escriba algo, cualquier cosa.
Un mensaje, un meme, una señal de vida.
Mi hermano, cómo no, lo nota enseguida.
—Tío, llevas diez minutos mirando la pantalla apagada. ¿Esperas que te conteste Siri?
—Cállate.
—¿Es Elo, verdad?
—No sé de qué hablas.
—Ajá. Pues díselo a tu cara de idiota enamorado, que no disimula nada.
Le lanzo una servilleta. Él se ríe.
—Mamá va a flipar cuando se entere de que Florencia no es la protagonista de este drama.
—No pienso decírselo ahora.
—¿Y cuándo, cuando le invites a la boda con Elo?
Suspiro.
No tengo respuestas. Solo un montón de pensamientos desordenados y un billete de tren que dice “Madrid – lunes 08:45”.
Y por primera vez en mucho tiempo, tengo ganas de volver.
Más tarde, cuando salimos a dar una vuelta por el centro, mi madre se agarró de mi brazo como si yo tuviera quince años otra vez.
El aire olía a castañas asadas y a nostalgia barata. Ella caminaba despacio, con su abrigo beige impecable, observando los escaparates navideños como si todo el mundo siguiera siendo igual que hace veinte años.
—Oye, —empezó con ese tono inocente que, en su idioma, significa “voy a meterme donde no me llaman”—, ¿y Florencia se queda más días?
—No lo sé, mamá.
—¿No sabes o no quieres saber? —preguntó, medio divertida, medio sospechosa.
—No lo sé —repetí, intentando sonar relajado.
Ella suspiró, apretándome el brazo.
—Ay, Leo… deberías invitarla a Madrid contigo, ¿no? Así os dais otra oportunidad.
—No, mamá.
—¿No?
—No. —Y lo dije con una firmeza que me sorprendió hasta a mí.
Mi madre me miró como si acabara de confesar que no me gusta el roscón de Reyes.
—Pero si hacéis tan buena pareja, hijo. Siempre me gustó cómo te miraba.
“Sí, mamá. Justo ese es el problema”, pensé, pero no lo dije.
—Además, no podéis estar así, enfadados por una tontería —continuó, convencida—. Tú eres muy cabezota, y Florencia tiene carácter, pero eso se arregla hablando.
Asentí en silencio, sin corregirla.
Porque claro, ella no sabe que no es un enfado, ni una pausa, ni un “ya se nos pasará”.
No sabe que hace tiempo que lo dejamos.
Y cada vez que me habla de Florencia como si siguiera siendo mi novia, me siento como si viviera en un bucle temporal de negación emocional patrocinado por las madres del mundo.
—Mamá, no es tan sencillo —intenté decir, pero ella ya estaba señalando un escaparate lleno de bufandas.
—Mira qué monas, podrías regalarle una. A Flor le encantan las de colores suaves.
Claro. A Florencia.
A Elo, en cambio, le daría igual la bufanda con tal de que sirviera para improvisar una coreografía o secuestrar un gato callejero.
Me eché a reír solo de pensarlo, y mi madre me miró con una sonrisa satisfecha.
—¿Ves? Si es que en el fondo la quieres.
Y ahí fue cuando entendí que, para ella, yo solo estaba pasando “una fase”.
Que Florencia seguía siendo la chica buena, la de siempre, y que Elo… ni siquiera tenía nombre todavía en su mapa mental.
Seguimos caminando, ella hablándome del precio del marisco y de lo bien que le sienta a Flor el pelo corto, mientras yo solo podía pensar en Elo.
En si, cuando volviera a Madrid, sería capaz de mirarla y no decirle todo lo que llevo callando desde hace semanas.