Había olvidado lo largas que podían hacerse las despedidas en casa.
Entre los “no te olvides del abrigo”, los tuppers que mi madre metía en la mochila como si fuera a una expedición polar y los silencios incómodos cada vez que alguien pronunciaba el nombre de Florencia, la mañana se estiraba como un chicle.
—¿Y hablaste con ella? —preguntó mi madre por tercera vez, sirviéndose más café, como si la cafeína pudiera suavizar el tema.
—¿Con quién? —intenté hacerme el distraído, aunque sabía perfectamente a quién se refería.
—Con Florencia, hijo. —Me miró por encima de las gafas, ese gesto que siempre usaba cuando quería tener razón incluso antes de escuchar la respuesta.
—No, mamá. No hablé con Florencia. Ni pienso hacerlo.
Ella suspiró, removiendo el café con una cucharita de porcelana que tintineaba como si marcara el compás del juicio.
—Fue tan buena chica. Tan amable, tan educada… —empezó.
—Tan pasado pisado, mamá —respondí, con media sonrisa cansada, intentando cortar el tema antes de que empezara el repaso biográfico.
Pero no.
Mi madre tenía la persistencia de un documental de tres partes: inevitable.
—No digo que volváis, Leo, solo que era una chica muy centrada. Siempre te cuidaba.
—Ya lo sé. Y ya hemos hablado de esto, mamá. También sabía cuándo desaparecer sin explicaciones —repliqué—. Y eso, mamá, también cuenta. —Dejé la taza en la mesa, mirándola directamente—. Florencia fue una buena historia, sí. Pero ya está. Terminó. Es un buen recuerdo, no una segunda temporada.
Ella me observó con esa mezcla de nostalgia y resignación que solo una madre puede dominar.
—A veces los buenos recuerdos merecen una segunda oportunidad.
—No, mamá. A veces los buenos recuerdos hay que dejarlos en el álbum. Si los traes de vuelta, se estropean.
Ella frunció los labios, disimulando una sonrisa.
—Qué poético te has puesto.
—Debe ser la edad. O el trauma posttuppers.
Ella me observó en silencio. En ese momento apareció mi padre, con el periódico bajo el brazo.
—¿Otra vez con Florencia? —dijo, mirando a mi madre—. Déjale en paz, mujer. Ya lo pasó bastante mal.
Me quedé quieto. No lo esperaba, pero se agradecía.
—Gracias, papá.
—Nada que agradecer. —Se sentó frente a mí—. Si algo no funcionó, mejor dejarlo atrás. No todas las historias merecen un segundo intento.
Mi madre bufó.
—Hablas como si no creyeras en las reconciliaciones.
—No creo en repetir errores —dijo él sin levantar la vista del diario—. Y Leo ya aprendió lo que tenía que aprender.
Mi madre chasqueó la lengua, aunque no se dio por vencida tan fácilmente.
—Bueno, al menos prométeme que, si te la cruzas, vas a ser amable.
—Por supuesto. No tengo ningún problema con Florencia. —Me encogí de hombros—. Solo que lo nuestro terminó. Sin dramas, sin odio. Fue lo que tenía que ser.
—Mmm… —hizo ella, claramente sin creérselo del todo—. Entonces, si está todo tan claro, ¿por qué te pusiste tan tenso cuando la nombré?
—Porque, mamá, tu tono de voz suena igual que cuando me decías que el brócoli era “solo un vegetal simpático”. Y no, nunca lo fue.
Ella se rió, negando con la cabeza.
—Siempre tan terco.
—Y tú siempre tan insistente.
—Es mi trabajo —respondió con orgullo, cruzándose de brazos.
En ese momento apareció mi hermano Nico, despeinado y con una tostada en la boca, como si acabara de levantarse de una guerra.
—¿Otra vez hablando de la ex? —murmuró con la boca llena—. Mamá, en serio, si pusieras un euro cada vez que suena el nombre de Florencia, ya tendríamos para pagar las vacaciones.
—Calla, pesado —le dije, aunque no pude evitar reírme.
—Solo digo —continuó, apoyado en el marco de la puerta— que si yo tuviera una ex que todavía da tema de sobremesa, me mudaría a otro país.
—Pues tal vez deberías irte igual —repliqué, sonriendo—, por prevención.
—Nah, tú no necesitas mudarte —dijo con una media sonrisa pícara—. A ti ya se te nota que el corazón está ocupado.
Me giré para mirarlo, arqueando una ceja.
—¿Perdón?
—Nada, nada —canturreó, mordiendo otro pedazo de tostada—. Solo digo que últimamente sonríes más cuando te vibra el móvil. Casualidad, seguro.
Mi madre lo fulminó con la mirada, mi padre disimuló una sonrisa detrás del periódico, y yo preferí concentrarme en cerrar la cremallera de la mochila.
—No sé de qué hablas —dije, intentando sonar tranquilo.
—Claro que no —contestó Nico, guiñándome un ojo—.
Mi padre me dio una palmada en el hombro.
—Entonces ya está todo dicho. Que te vaya bien, hijo. Y si te hace sonreír, no la sueltes.
Nico levantó su taza.
—Y suerte también a ella. La va a necesitar.
—Idiota —dije entre risas, empujándolo suavemente.
Me levanté y colgué la mochila al hombro.
—Créeme, mamá —dije, con un gesto más tierno que desafiante—, si la vida me va a dar una segunda oportunidad, espero que no venga con nombre repetido.
Ella me miró unos segundos en silencio, evaluando si valía la pena seguir discutiendo. Finalmente, suspiró y sonrió.
—Vale, no cierres puertas, pero al menos deja una ventana abierta.
—Hecho. Pero solo para que entre aire, no fantasmas.
—Siempre con tus frases —dijo, mientras me daba un beso en la mejilla—. Al menos prométeme tres cosas.
—A ver.
—Que vas a comer bien.
—Prometido.
—Que me vas a escribir.
—También.
—Y que, si te cruzas con Florencia…
—Mamá.
—Vale, vale. No dije nada. —Se encogió de hombros, disimulando una sonrisa cómplice—. Solo digo que la educación no se pierde.
—Y la paciencia tampoco, por lo que veo.