Otra vez tú

Capítulo 33 - Elo

No sabía por qué me había levantado tan temprano.
Bueno, sí lo sabía.
Porque Leo llegaba hoy.

Llevaba toda la mañana intentando convencerme de que no pasaba nada, que solo íbamos a hablar, que no era el fin del mundo ni el inicio de una comedia romántica con banda sonora de Netflix…
Pero la verdad era que no tenía ni idea de cómo iba a hacerlo.
No sabía por dónde empezar, ni si debía mencionar lo de Florencia directamente o dejar que él lo hiciera.
Y, sobre todo, no sabía qué esperaba escuchar.

Intenté desayunar, pero el café me cayó como un puñetazo de nervios.
Tenía el estómago enredado, y cada vez que pensaba en su cara —esa mezcla entre calma y desconcierto que se le pone cuando algo no entiende— me daban ganas de ensayar mentalmente el diálogo.

“Hola, Leo. Vi la foto.”
No, demasiado frío.
“¿Florencia ha viajado contigo?”
Demasiado directo.
“No pasa nada, pero…”
Demasiado falso.

Nada sonaba bien.
Nada sonaba como yo.

Así que, como toda persona emocionalmente responsable, decidí distraerme con lo único que realmente podía controlar: la ropa.
Una misión casi imposible cuando el corazón late más rápido que el sentido común.

Diez minutos después, mi habitación parecía el backstage de un videoclip desorganizado.
Había probado cuatro camisetas, dos vestidos y un jersey que, sinceramente, me hacía ver como si hubiera renunciado a la esperanza y abrazado la depresión estética.

Fue justo entonces cuando sonó mi móvil.
Audio de Mara, por supuesto.

> “Sonríe. No dramatices. Y, por amor al estilo, no te pongas ese suéter gris que parece un arrepentimiento.”

La odiaba un poco. Pero tenía razón.
Ese suéter sí parecía un arrepentimiento.

Suspiré.
Al final me quedé con vaqueros, una camiseta blanca y el pelo suelto.
Suficientemente simple como para fingir que no me importaba, pero lo bastante pensado como para que, si las cosas salían bien, pareciera que el destino también tenía sentido del gusto.
Era el equilibrio exacto entre “no estoy dolida” y “he pensado en esto durante tres días sin dormir”.

Mientras me miraba en el espejo, Mara volvió a escribirme:

> “Recuerda: natural. Nada de discursos ensayados. Solo escucha y míralo a los ojos. A veces eso ya explica más que mil palabras.”

Ojalá fuera tan fácil.
Porque lo cierto era que, por primera vez en mucho tiempo, no sabía si quería que Leo me aclarara las cosas… o que simplemente me abrazara.
Y eso ya era un problema en sí mismo.

Miré el reloj. Quedaban diez minutos para la hora en la que solía llegar el tren.
Intenté leer, poner música, limpiar la encimera, cualquier cosa que me mantuviera ocupada.
Pero mi mente no colaboraba.
Era como si todo el piso estuviera en pausa, esperando ese momento exacto en que su nombre volviera a cruzar la puerta.

Y justo cuando pensé que me vendrían bien cinco minutos más para respirar, sonó el timbre.
Demasiado pronto.
O justo a tiempo.
No lo supe distinguir.

El timbre volvió a sonar, antes de que pudiera repasar por quinta vez mi reflejo.
Me quedé quieta.
Ni un segundo, ni dos: al menos diez.
El corazón me latía en las sienes.
Había pasado solo una semana desde la foto, pero se sentía como un mes.
Una semana en la que lo había odiado un poco, extrañado demasiado y analizado cada palabra de nuestros últimos mensajes como si fueran pistas en una novela policial.

Respiré hondo y abrí la puerta.

Y ahí estaba él.
Leo.

Con la mochila al hombro, el pelo un poco despeinado y esa sonrisa de “acabo de cruzar media ciudad solo para verte”.
Por un segundo, el tiempo se quedó suspendido.

Tenía mil frases preparadas —desde un “hola” irónico hasta un “no esperaba verte tan pronto”—, pero todas se evaporaron apenas nuestras miradas se encontraron.

Él me miró como si de repente, todo el viaje, todo el cansancio, todo lo que había pesado en los días anteriores valiera solo por ese momento.
Y antes de que pudiera abrir la boca, dio un paso hacia mí y me abrazó.

No fue un abrazo amable.
Fue urgente.
De esos que parecen una disculpa, una promesa y un “te necesito” todo a la vez.
Sentí su respiración en mi cuello, caliente, entrecortada.
Sus manos en mi espalda, firmes, como si tuviera miedo de que pudiera escapar.
Y por un instante pensé en resistirme, mantener la compostura, fingir que era la madura de la historia.
Pero cuando escuché su voz, todo se derrumbó.

—Te he echado de menos —susurró contra mi pelo, con una voz que sonó más a confesión que a saludo—. No debería haberme ido.

El mundo se detuvo.
El corazón, también.
Cerré los ojos, sin atreverme a moverme.
Solo sentí sus manos aferrándose a mi espalda, su voz temblando cerca de mi oído.
Y algo dentro de mí, que llevaba días en modo defensa, se rompió un poco.

—No digas eso —murmuré, apenas—. Vas a hacer que te crea.
—Créeme —dijo, separándose lo justo para mirarme a los ojos—. Porque es verdad. No tendría que haberme ido. No de ti.

Y ahí ya no pude fingir más.



#1684 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

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