No sabía si quería besarle o darle un cojín en la cabeza.
Vale, sí lo sabía. Pero lo primero parecía una idea peligrosamente buena.
Se había quedado ahí, delante de mí, con esa expresión que mezcla miedo y esperanza. Como si acabara de lanzar una bomba emocional y estuviera esperando a ver si explotaba o se convertía en fuegos artificiales.
Y claro, yo, como buena persona emocionalmente funcional, me quedé muda.
Enamorado.
Lo había dicho así, sin rodeos, sin buscar metáforas ni excusas.
“Estoy enamorado de ti.”
Y yo, que llevaba toda la mañana ensayando discursos sobre comunicación, límites y madurez, solo podía pensar en cómo demonios se suponía que se respiraba después de escuchar algo así.
Tragué saliva y solté una risa nerviosa.
—No puedes decir eso como quien pide el menú del día, Leo.
Él sonrió, de medio lado.
—No sé hacerlo de otra manera.
Y eso fue lo peor. Que sonaba totalmente cierto.
Intenté mantener el tipo.
Me crucé de brazos, fingí pensar, fingí que el corazón no me estaba haciendo percusión gratis dentro del pecho.
Pero mis neuronas estaban de vacaciones.
—A ver… —dije al fin, muy seria— Tú me ocultas una cena con tu ex, luego te presentas aquí, me besas como si acabáramos de salir de una película y, por remate, me sueltas que estás enamorado de mí. ¿Te parece normal?
—No —admitió—. Pero es lo que hay.
Y claro, ahí me reí.
Porque ¿cómo no hacerlo?
Era imposible enfadarse con alguien que se disculpaba como si estuviera improvisando una canción romántica sin saber tocar la guitarra.
—Eres idiota —murmuré, negando con la cabeza.
—Sí —respondió, con esa sonrisa suya que desarma cualquier defensa—. Pero un idiota enamorado.
Y entonces me giré, intentando ganar tiempo, como si mirar la taza fría de café pudiera darme respuestas.
La verdad era que me dolía todavía un poco lo que había pasado. No por la foto, ni por Florencia, sino por el hecho de haber sentido que me dejaba fuera de su mundo.
Pero verle ahí, tan transparente, tan torpe y sincero, me desmontó por completo.
—No sé qué hacer contigo —confesé, bajando la voz.
Él dio un paso hacia mí, despacio, sin invadir.
—No tienes que hacer nada. Solo dime que no he llegado demasiado tarde.
Me giré para mirarle.
Tenía esa mirada suya, esa mezcla de culpa y ternura que era pura trampa emocional.
Y claro, caí.
—No te prometo nada —dije, con un tono que pretendía sonar firme, pero no engañó a nadie.
—Me vale con eso —susurró, y sonrió como si acabara de ganar la lotería.
Y ahí, justo ahí, lo odié un poquito más.
Porque mientras yo intentaba no colapsar, él seguía teniendo la sonrisa más bonita del hemisferio.
Nos quedamos callados un momento.
Él se acercó un poco más y, sin tocarme, dijo muy bajito:
—No pienso esconderte nada más. Ni cenas, ni fotos, ni sentimientos.
—Más te vale —dije, intentando sonar amenazante. Pero mi voz tembló.
Y él, claro, lo notó.
Su sonrisa se suavizó, y añadió, con ese tono entre serio y tierno que solo usa cuando va en serio:
—Porque lo último que quiero es que esto se acabe antes de empezar.
No sé en qué momento pasamos del “tenemos que hablar” al “estoy enamorado de tí” y luego a “¿quieres otro café?”.
Pero ahí estábamos: los dos en mi cocina, fingiendo normalidad mientras la cafetera goteaba como si el universo se estuviera riendo un poco de nosotros.
Leo apoyado en la encimera, yo intentando parecer muy concentrada en el azúcar (spoiler: no lo estaba).
Él seguía mirándome con esa mezcla de culpa y ternura que debería estar penada por ley.
—¿Te pongo más café? —pregunté, sin mirarle.
—Si eso significa que no me vas a echar, sí, gracias —dijo, con una media sonrisa.
Levanté la vista.
—De momento. Pero el jurado sigue deliberando.
Él se rió, y ese sonido me descolocó más que cualquier discurso.
Porque el muy imbécil tenía la capacidad de hacerme reír justo cuando más me convenía seguir enfadada.
Durante un rato ninguno dijo nada. Solo el ruido de las cucharillas, el vapor del café y esa especie de silencio que ya no dolía tanto, pero seguía pesando.
Yo intentaba no pensar demasiado, pero cada vez que lo miraba, mi cerebro hacía cortocircuito entre el enfado y las ganas de volver a besarlo.
Hasta que él habló, muy bajito:
—No sabes lo que me gusta estar aquí contigo.
—Ya —murmuré, removiendo el café con más fuerza de la necesaria—. Supongo que ayuda no tener a Florencia en la mesa.
Él sonrió con resignación.
—Eso ha sido un golpe bajo.
—Te lo has ganado.
Nos miramos. Y entonces lo vi: esa mirada suya de “no quiero discutir, solo quiero arreglarlo”.
Y fue lo peor. Porque funcionaba.
—¿Sabes qué es lo peor de todo? —dije, suspirando.
—¿Que sigo siendo un desastre? —preguntó, medio en serio.
—No —contesté—. Que te creo. Y eso me fastidia más que cualquier otra cosa.
Él me miró sorprendido, como si no esperara que lo dijera en voz alta.
Y, de repente, algo cambió en el ambiente.
No era perdón. No del todo. Pero era… un comienzo.
Uno torpe, raro y lleno de dudas, pero comienzo al fin y al cabo.