Otra vez tú

Capítulo 37 - Elo

No sé si fue el vino, el cansancio o simplemente que ya no me quedaban fuerzas para seguir haciéndome la fría, pero esa noche algo cambió.

Leo estaba sentado frente a mí, riéndose por alguna tontería que había dicho —creo que era sobre los palitos chinos y su teoría de que son “la venganza de algún chef frustrado”—, y por primera vez en semanas no pensé en salir corriendo.

No era que el miedo se hubiera ido. Solo… había decidido dejarlo descansar un rato.

Mientras hablaba, movía las manos como si el aire necesitara entenderlo mejor. Y cada vez que se inclinaba para alcanzar una pieza de sushi, su brazo rozaba el mío. Pequeños choques eléctricos disfrazados de casualidad.

—Tienes arroz en la mejilla —le dije, señalando con el dedo.
—Mentira —replicó, pasando la servilleta al aire—.
—Verdad. Espera. —Me incliné, y se lo quité con la yema del pulgar. Un segundo, nada más. Pero suficiente para que se hiciera ese silencio incómodo que tiene más significado que mil palabras.

Y ahí estaba otra vez. Ese casi algo suspendido entre los dos, pidiendo permiso para avanzar.

—¿Qué miras? —preguntó él, sonriendo.
—Tu capacidad para mancharte comiendo sushi. Es impresionante.
—Es talento natural. Puedo hacerlo hasta con sopa.

Reí, pero por dentro sentía un nudo. No porque estuviera mal, sino porque me daba miedo que estuviera bien.

Hacía tanto tiempo que no me sentía cómoda con alguien sin necesidad de fingir nada. Con Leo, incluso mis silencios parecían tener sentido.

Y, sin embargo, ahí estaba Florencia. Invisible, pero presente. Como un eco que no sabe callarse.

Me serví un poco más de vino y le di un trago largo. Él me miró, atento.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí. Solo… pensando.
—¿En qué?
—En que me gustas demasiado para lo poco prudente que es eso.

Sonrió, ladeando la cabeza.
—Podrías probar a no pensarlo tanto.
—Podrías probar a no complicarlo tanto.
—Touché. —Levantó la copa—. Brindemos por nuestra mutua incapacidad emocional.

—Y por el que inventó los sábados de sushi y vino blanco.—Choqué mi copa con la suya.

Bebimos. Y después vino ese silencio distinto, el que no pesa.

Podía oír el tic tac del reloj, el sonido del vino al servirse, su respiración tranquila. Todo era normal. Todo era peligroso.

—Leo… —empecé, sin saber muy bien qué venía después.
—Dime.
—Lo de Florencia.
—Ya te dije que no…
—Lo sé. —Lo interrumpí, sin querer sonar a reproche—. No es eso. Solo… quería decirte que no me molesta que exista en tu vida. Me molesta que me recuerde a todo lo que yo no soy.

Lo miré. Tenía esa expresión suya de no saber si acercarse o quedarse quieto.
—¿Y qué no eres exactamente? —preguntó, despacio.

Suspiré.
—No soy de esas que piensan tres veces antes de hablar. Digo lo que siento, a veces demasiado rápido. Hago cosas sin planearlas y después improviso. No tengo un filtro elegante ni esa calma de Florencia. Soy un poco desastre, un poco torbellino. —Sonreí, medio en broma—. Me entusiasmo fácil, me cabreo rápido, me río fuerte… y suelo meter la pata más de lo recomendable.

Leo no dijo nada. Solo se acercó un poco más, con esa calma que desarma.
—Me gustan los torbellinos —dijo—. Son los que traen aire nuevo.

No sé si fue el tono o la mirada, pero sentí que algo dentro mío cedía. Como si el muro que llevaba semanas construyendo se resquebrajara por fin.

Él no intentó besarme. Solo apoyó su mano sobre la mía, sin apuro, sin exigir nada.
Y fue más íntimo que cualquier beso.

Nos quedamos así, un rato, con las copas a medio llenar y el sushi olvidado.
Yo escuchando cómo se me calmaba el corazón, él jugando con la servilleta sin mirarme.

Hasta que, sin decir nada, su mano buscó la mía. No de golpe, no como un gesto calculado.
Solo la dejó ahí, rozándome los dedos hasta entrelazarlos, como si quisiera comprobar que yo no iba a soltarlo.

Y no lo hice.

El silencio se volvió distinto. No incómodo, sino de esos que envuelven, que abrigan.
Podía sentir el calor de su piel, el leve pulso de sus dedos entre los míos, y la respiración tranquila que hacía que todo lo demás —los ruidos, el reloj, el mundo— se desdibujara.

Hasta que su móvil volvió a vibrar.
Una vez. Dos. Tres.

Florencia. Otra vez.

Leo lo miró, suspiró y, sin pensarlo, apagó el teléfono.
—Listo. Apagado. El mundo puede esperar.

Y sonrió. Pero no era una sonrisa cualquiera: era de esas que prometen quedarse.

Yo bajé la vista, intentando ocultar la mía.
—¿Seguro que no lo vas a necesitar? —pregunté.
—No —dijo—. Lo que necesito está justo delante.

Me reí, porque si no lo hacía me iba a derretir ahí mismo.

Pasó un rato más. No sé cuánto. La película terminó sin que ninguno de los dos le prestara atención.
Cuando los créditos comenzaron a rodar, Leo se levantó, buscó el control remoto y puso música.

Sonaron los primeros acordes de una canción suave, lenta, casi de esas que uno escucha en los finales de película que no quieren terminar.
Él se giró hacia mí, con una media sonrisa.
—¿Bailamos? —preguntó, extendiendo la mano.



#1684 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

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