Todo con Leo era una especie de felicidad improvisada.
De esa que no planeas, pero te encuentra.
Nos veíamos casi a diario: cafés entre clases, cenas tardías, mensajes absurdos a medianoche.
Y, aunque ninguno lo había dicho en voz alta, estábamos juntos.
Sin etiquetas, sin calendario, pero juntos.
Leo me hacía sentir ligera.
Era de esos hombres que te escuchan de verdad y luego se ríen contigo, no de ti.
A veces me miraba con una ternura tan descarada que me daban ganas de esconderme dentro de su chaqueta.
Tenía una paciencia que desarmaba, una forma de bajarle el volumen al mundo cuando me abrazaba.
Era fácil, divertido… y justo por eso me daba miedo.
Porque cuando algo fluye demasiado bien, siempre hay una parte de mí que empieza a buscar la grieta.
Y esa grieta tenía nombre.
Florencia.
No aparecía siempre, pero su sombra flotaba alrededor como un eco persistente.
Mensajes antiguos que aún se colaban en la pantalla cuando Leo buscaba algo en el móvil, fotos que sus amigos todavía no habían borrado del todo, comentarios de conocidos que soltaban un inocente: “vosotros hacíais tan buena pareja”.
Nada grave, nada concreto.
Pero suficiente para recordarme que ella había estado antes.
Mucho antes.
En los viajes, en los cumpleaños, en las historias que él contaba sin darse cuenta de que yo las escuchaba en silencio.
Y aun así, Leo tenía esa forma suya de tranquilizarme sin palabras.
No con promesas, sino con gestos pequeños: me dejaba notas dentro de los libros que sabía que estaba leyendo, me mandaba memes que sabía me harían reir, me esperaba a la salida del trabajo con croissants y cara de “pasaba por aquí”.
Había aprendido a entender mis silencios, y a llenarlos con calma.
Cuando Florencia aparecía, él no la mencionaba, pero tampoco la negaba.
Solo me miraba y decía cosas como: —Estoy aquí, ¿vale? Contigo.
Y yo le creía.
Hasta esa semana.
La del evento de Nacho.
Esa en la que todo empezó a tambalear un poco.
Porque, por más sólida que parezca una historia nueva, basta una sola grieta del pasado para que el miedo se cuele sin pedir permiso.
Y yo, que hasta entonces había aprendido a soltar, empecé a notar otra vez ese nudo antiguo:
el de no saber si algo hermoso puede sobrevivir cuando todavía hay un fantasma dando vueltas alrededor.
La presentación del libro de Nacho era el acontecimiento del mes.
Nacho —amigo de Leo desde el instituto, escritor frustrado hasta que dejó de estarlo— sacaba su primera novela.
Yo lo conocía de alguna cena de grupo, el tipo encantador que siempre tiene una teoría filosófica lista y una copa en la mano.
Así que sí, me hacía ilusión ir.
Con Leo, además.
Habíamos planeado ir juntos. Él me había escrito por la mañana:
> “Prepara tu sonrisa y tu sarcasmo, que hoy toca aplaudir al genio.”
Pero un contratiempo en el periódico me tuvo encerrada corrigiendo titulares hasta tarde.
Cuando por fin pude salir, le escribí deprisa:
> “Voy a llegar tarde, empieza sin mí ❤️”
Me respondió enseguida:
> “Te guardo sitio (y copa).”
Cuando llegué, el evento ya estaba en marcha.
Una librería-café preciosa, de esas con luces doradas, olor a vino tinto y libros apilados como si fuera un decorado.
El tipo de sitio donde todo el mundo parece interesante, aunque en realidad solo hayan venido por las fotos.
Y ahí estaba él.
Leo.
Guapo, relajado, con esa manera suya de llenar un lugar sin decir ni una palabra.
Camisa azul oscuro, mangas remangadas, sonrisa distraída.
Perfecto.
Hasta que vi con quién estaba.
Florencia.
Radiante, con un vestido que parecía sacado de un anuncio de perfume, copa en mano y actitud de “aquí la protagonista soy yo”.
Demasiado cerca de él.
Demasiado cómoda.
Por un segundo pensé que era casualidad.
Hasta que la vi inclinarse para decirle algo al oído y él, pobre inconsciente, sonreír.
Respiré hondo.
Me puse la sonrisa profesional de emergencia y avancé.
—Buenas noches —saludé, intentando sonar natural.
Leo se giró enseguida, visiblemente aliviado.
—¡Elo! Pensé que no llegabas.
—Casi no lo hago, la redacción está en llamas —contesté.
Florencia se volvió despacio, con una sonrisa tan dulce que empalagaba.
—Vaya, si es la futura periodista —dijo, marcando el “la” con precisión quirúrgica—. Qué alegría verte otra vez… tan pronto.
—El placer es mío —respondí, sonriendo con la misma cordialidad falsa que se usa en las reuniones familiares.
—Estábamos hablando del libro —intervino Leo, incómodo—. Nacho está feliz, se lo merece.
—Sí —dijo Florencia, posando una mano sobre su brazo como si tuviera derecho—, justo le contaba a Leo que una de las escenas más intensas del libro se inspiró en una conversación que tuvimos nosotros tres hace tiempo… ¿te acuerdas, cielo?