Otra vez tú

Capítulo 40 - Leo

La mañana después fue un desastre.

Me desperté en el sofá de Andrés, con la camiseta arrugada, la cabeza a punto de estallar y el sabor del vino todavía pegado al paladar.
No recordaba muy bien cómo había acabado allí, solo que después de que Elo se marchara del bar, seguí bebiendo faltaban.

La mañana después fue un desastre.

Me desperté en el sofá de Andrés, con la camiseta arrugada, la cabeza a punto de estallar y el sabor del vino todavía pegado al paladar. No recordaba muy bien cómo había acabado allí, solo que después de que Elo se marchara del bar, seguí bebiendo como si el fondo del vaso tuviera todas las respuestas que me faltaban.

Andrés, santo varón, decidió llevarme a su piso antes de que hiciera alguna estupidez mayor. Lo siguiente que recordaba era su sofá, una manta que olía a suavizante barato y el ruido del aspirador de su vecina a las ocho de la mañana.

La voz de Andrés me llegó desde la cocina:
—Pensaba que estabas muerto —dijo, dejando dos cafés sobre la mesa—. Te juro que he comprobado tu pulso tres veces.

—Deberías haberme dejado así —gruñí, frotándome los ojos.
—Sí, claro. Y luego explicarle a Elo que tu corazón se paró por exceso de idiotez emocional.

Di un sorbo al café. Estaba tan caliente que casi me quema la lengua.
—¿Dije algo anoche?
—Nada coherente. Solo repetías que no querías hacerle daño… y que ella no lo entendía.
—Perfecto. Poético incluso —murmuré, hundiéndome más en el sofá.

Andrés me observó con cara de quien ya ha visto la película demasiadas veces.
—¿Vas a contarme qué pasó de verdad? Porque lo de “Florencia se puso pesada” no me suena a toda la historia.

Me pasé una mano por el pelo, intentando ordenar los recuerdos.
—Fue en el baño —empecé—. Bueno, a la salida. Fui a lavarme la cara, necesitaba un respiro. Cuando salí, estaba esperándome.

Andrés arqueó una ceja.
—Eso ya suena a peligro.

—Sí —asentí—. Me acorraló literalmente contra la pared. Iba bebida, y empezó a decir que se sentía sola, que desde que lo nuestro terminó no había vuelto a ser la misma.
“Ya sé que es mi culpa —me dijo—. Si no te hubiera echado, tú no estarías con ella. Pero estoy dispuesta a perdonarte, Leo. Podemos empezar otra vez.”

Andrés dejó la taza sobre la mesa.
—Hostia.

—Lo sé —continué, respirando hondo—. Me quedé helado. Me dio pena, te lo juro. La conozco desde que éramos críos, y verla así… Pero le dije que no. Que no quería volver, que estaba enamorado de Elo.
Y en ese momento la vi romperse, Andrés. No de rabia, sino de verdad.

Andrés se quedó callado, mirando el suelo.
—Joder, tío.
—Sí —murmuré—. Me pasé la noche apagando incendios, intentando que Elo no notara nada, pero Florencia no paraba. Cada vez más directa, más insistente… Hasta que lo estropeó todo.

Andrés me observó un momento y dijo, con una calma brutal:
—No puedes salvar a las dos.
—No estoy intentando salvar a nadie.
—Claro que sí. A Elo del dolor, y a Florencia de sí misma. Pero al final te estás hundiendo tú.

Me quedé callado.
El eco de las palabras de Elo seguía repitiéndose en mi cabeza: “Mientras sigas sintiéndote responsable de ella, no vas a poder estar de verdad conmigo.”
Y tenía razón.

Andrés me miró en silencio, esperando que siguiera hablando. Y lo hice. Porque ya no podía más.

—¿Sabes lo peor de todo? —le dije, con la voz baja—. Que lo de Florencia no fue amor al final. Fue costumbre. Estuvimos tantos años juntos que ni siquiera sabíamos por qué seguíamos ahí. Era… cómodo. Teníamos una vida armada, rutinas, planes, la familia, los amigos. Todo encajaba, al menos desde fuera.

Andrés asintió despacio.

—Pero por dentro —seguí— ya no quedaba nada. Los últimos años eran puro piloto automático. Cariño, sí, pero sin chispa. Éramos dos personas que se sabían de memoria, que se hablaban sin escucharse. Estar con ella era como llevar un abrigo viejo: te protege, te resulta familiar… pero hace tiempo que no te calienta.

Andrés me observó sin decir nada.

—Y luego apareció Elo —añadí, después de un silencio largo—. Y de golpe todo volvió a tener ruido, color, movimiento. Ella… no sé, tío. Me descoloca todo el rato. Me saca de quicio con sus ideas locas, con sus impulsos, con esa manía suya de decir exactamente lo que piensa, aunque duela. Pero al mismo tiempo, cada vez que sonríe me desarma. Es como si me encendiera algo dentro que tenía apagado desde hacía años.

Sonreí sin querer.
—Cuando estoy con ella me siento vivo, ¿sabes? No cómodo, no tranquilo. Vivo. Y joder, eso asusta. Porque con Florencia todo era seguro, predecible. Pero con Elo… cada día es distinto. Te ríes, discutes, te desmonta con una mirada y al minuto te está contando algo que no tiene ningún sentido pero te hace reír igual. Me vuelve loco, pero es una locura que elegiría mil veces.

Andrés se apoyó en el respaldo, cruzando los brazos.
—Entonces, ¿qué haces todavía atrapado en la culpa con Florencia?

—Porque no sé cómo soltarla sin sentirme un cabrón —admití—. Porque la conozco desde que éramos niños, porque sé lo que le duele, porque una parte de mí sigue queriendo protegerla, aunque ya no la quiera. Y sé que eso está mal, pero no sé cómo dejar de hacerlo.



#1684 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

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