Habían pasado cinco días.
Cinco días sin hablar con Leo.
Cinco días en los que mi teléfono era el equivalente emocional de un desierto.
Y no, no lo había bloqueado. Solo había decidido “no mirar el chat”. Lo cual, obviamente, significaba mirarlo cada cinco minutos fingiendo que no lo hacía.
La coherencia emocional: cero.
El lunes intenté ser productiva.
Tenía que escribir un artículo para la facultad sobre la precariedad laboral en los medios (qué ironía), editar una nota del blog y, de paso, dejar de pensar en Leo. Duré tres horas.
A la cuarta, ya estaba en bucle con una playlist titulada “Superarlo pero con estilo”, comiendo cereales directamente de la caja y preguntándome por qué el amor no tiene botón de desinstalar.
El martes, la culpa empezó a mezclarse con la duda.
Vale, sí, había hecho lo correcto al poner distancia. Había sido madura, sensata y… tal vez un poco drama queen con tendencia a la sobreactuación.
Porque cuanto más pasaban los días, más me daba la sensación de que había reaccionado un pelín (vale, un montón) por impulso.
Era mi don: pensar con el corazón y hablar con el orgullo.
Una combinación explosiva, según mi historial amoroso.
Intenté justificarme mentalmente:
“Tenía motivos.” “Cualquiera se habría sentido igual.” “Lo hice por dignidad.”
Y todo eso sonaba muy bien… hasta que me pillaba mirando su foto de perfil y pensando que igual dignidad y miedo se parecían demasiado.
El miércoles ya me sentía una mezcla entre heroína trágica y payasa emocional. Había pasado de “no necesito a nadie” a “quizá fui demasiado drástica” en tiempo récord. Y, claro, el universo decidió burlarse: me crucé con tres parejas besándose, dos canciones tristes y un cartel de cine con la palabra “Segundas oportunidades” en letras gigantes.
El jueves ya ni disimulaba.
Abrí el chat con Leo tres veces, escribí un mensaje (“Hola, ¿cómo estás?”), lo borré, lo reescribí, lo volví a borrar.
Lo que en términos psicológicos se conoce como: crisis de autocontrol con tintes de esperanza estúpida.
Y cuando ya estaba a punto de convencerme de que tal vez debería escribirle solo “para saber si está bien” (mentira, quería saber si me echaba de menos), apareció el mensaje de Mara.
> “Viernes. Bar. Nosotras tres. Necesitamos vino, risas y que dejes de mirar el móvil como si fuera una carta bomba.”
Sonreí.
Porque si algo sabía Mara era leerme sin filtros.
Acepté sin pensarlo.
Sabía perfectamente que no era un plan, sino una intervención amistosa.
Una de esas operaciones de rescate emocional en las que el vino hace de terapia y las amigas de espejo retrovisor.
Y por primera vez en toda la semana, sentí una pequeña chispa de alivio.
Quizá —solo quizá— ya era hora de salir del modo “drama romántico en bucle” y volver a ser Elo:
la que se reía fuerte, decía lo que pensaba y se prometía que la próxima vez no se iba a dejar tanto la piel.
Habían pasado cinco días.
Y en ese tiempo, Leo no había vuelto a escribir.
El último mensaje seguía ahí, congelado en la pantalla como un post-it emocional:
> “Yo también, Leo. Pero a veces echar de menos no basta. Cuídate.”
Desde entonces, silencio.
Ni una palabra, ni un emoji, ni un “¿cómo estás?”.
Nada.
Y claro, lo lógico sería decir que yo estaba tranquila, que lo había asumido con madurez, que pasaba de página con una copa de vino y una sonrisa luminosa.
Spoiler: mentira.
Había pasado cinco días alternando entre la dignidad y el drama.
Entre escribir un artículo sobre precariedad laboral y volver q escuchar nuestros mensajes de voz.
Entre convencerme de que hice lo correcto y preguntarme si no había sido demasiado rápida en soltar.
El viernes llegó como llegan las cosas que uno finge no esperar, pero cuenta los minutos igual.
Había pasado la tarde entera frente al armario, mirando la ropa como si cada prenda tuviera una opinión sobre mi vida amorosa.
Al final elegí algo “casual pero no deprimente”: vaqueros, top negro, labios rojos.
Básicamente, el uniforme de la mujer que jura que ha superado a su ex, aunque lleve cinco días soñando con su voz.
El bar estaba lleno, con ese murmullo cálido de los viernes por la noche.
Mara y Carolina ya estaban en una mesa junto a la ventana, con dos copas de vino a medio empezar y cara de conspiración.
—¡Hombre, si es la viuda emocional! —bromeó Mara apenas me vio—. Pensábamos que habías muerto sepultada bajo tus playlists tristes.
—Estuve a punto —dije, dejando el bolso en la silla—, pero resucité gracias a los carbohidratos y al autoengaño.
Carolina soltó una carcajada.
—Bueno, al menos lo admites. Yo habría mandado un audio de ocho minutos y luego me habría arrepentido a los treinta segundos.
—No creas que no lo pensé —confesé—. Llegué a escribirle un “hola” como cinco veces. Un “hola” neutro, casual, sin drama…
—Claro —la interrumpió Mara, riéndose—. El clásico “hola” que en tu cabeza suena como “hola, te echo de menos, pero quiero fingir que soy una mujer libre y misteriosa”.
—Exacto —asentí, brindando—. Esa soy yo: libre, misteriosa y con cero dignidad digital.