Otra vez tú

Capítulo 42 - Leo

Habían pasado diez días desde la presentación del libro de Nacho.
Diez días desde la última vez que vi a Elo en persona.

Diez días que, si los contabas con el corazón, eran más bien meses.

No había vuelto a escribirle, aunque había abierto nuestro chat más veces de las que me gustaría admitir.
Tampoco la había bloqueado, obviamente —no soy un psicópata—, pero sí me había convertido en un profesional del stalkeo silencioso.
Sus fotos nuevas, sus historias con Mara y Carolina, las publicaciones compartidas del blog… todo lo veía. Todo.
Y cada vez que sonreía en una, me dolía y me tranquilizaba al mismo tiempo.

Era raro.
Porque, a pesar de todo, sentía que ella seguía ahí.
En ese lugar invisible donde habitan las personas que te importan incluso cuando no las ves.

Andrés, se convirtió en mi fuente oficial de información.
El pobre ni siquiera tenía que decir nada; bastaba con que mencionara de pasada que “las chicas estaban en un bar” o “Elo tenía mucho trabajo en la facultad” para que mi cerebro completara el resto de la película.

—Estás hecho un caso perdido —me dijo una tarde, mientras tomábamos café en su oficina—. Te juro que no te reconocería. Antes eras un tipo tranquilo.
—Lo sigo siendo —mentí.
—Sí, claro. Tranquilísimo. Sobre todo cuando le das “me gusta” a una foto de Elo y luego lo quitas a los dos minutos.
—Eso fue un error táctico —intenté justificarme—. Se me resbaló el dedo.
Andrés soltó una carcajada.
—Se te resbaló el corazón, querrás decir.

Me reí también, pero por dentro sabía que tenía razón.
Había algo en Elo que me había movido de sitio.

Era distinto.
No se trataba solo de lo que sentía, sino de cómo lo sentía.

Con Florencia, durante años, todo fue predecible, cómodo, seguro.
Y, de un tiempo a esta parte, también… vacío.

No fue que no pasara nada. Pasó de todo, en realidad.
Incluido aquel “tiempo” que ella pidió, que al final resultó ser otra forma de decir quiero probar con alguien más.

Cuando me lo confesó meses después, diciendo que había estado con otro hombre, me quedé en silencio.
No porque me doliera —que debería—, sino porque no sentí nada.
Nada.
Ni rabia, ni celos, ni tristeza. Solo una especie de calma incómoda, como si alguien confirmara en voz alta algo que yo ya sabía.

Después, ella volvió.
Me buscó.
Me pidió que lo intentáramos otra vez, y yo, por pura costumbre, por inercia, por miedo a empezar de cero, dije que sí.

Pero ya no era lo mismo.
Era como vivir en una casa que había sido bonita una vez, pero a la que ya no le encajaban las puertas.
Nos movíamos con cuidado, sin mirarnos demasiado, evitando los lugares donde aún quedaban ruinas.

Hasta que un día entendí que no quedaba nada que salvar.
Que lo nuestro no se rompió de golpe: se fue apagando despacio, como una luz que nadie recuerda apagar.
Elo, en cambio, fue un terremoto.
Con una sonrisa, me descolocaba.
Con una ocurrencia absurda, me hacía reír incluso cuando quería estar serio.
Con un simple mensaje, me ponía nervioso como un adolescente.

Me encantaba su forma de ver el mundo, tan suya, tan impulsiva, tan impredecible.
Y también me aterraba.
Porque mientras ella saltaba sin mirar, yo seguía con los pies en el borde, dudando.
Y esa duda fue lo que la alejó.

Llevaba días dándole vueltas a todo, hasta que, esa mañana, decidí que no podía seguir igual.
Si quería estar con Elo, primero tenía que cerrar lo que había quedado abierto.
No solo con Florencia, sino conmigo mismo.

Así que la llamé.

No fue fácil.
Tuve el teléfono en la mano media hora antes de atreverme a marcar.
Cuando por fin lo hice, su voz sonó exactamente igual: tranquila, segura, como si nada hubiera pasado.

—Hola, Leo.
—Hola, Flor.
—Vaya, sorpresa —dijo, con un tono entre curioso y a la defensiva—. ¿Qué tal?
—Bien. Bueno… más o menos. Quería hablar contigo. En persona, si puede ser.
—¿Ahora soy una cita formal? —ironizó.
—No. Solo… creo que te debo una conversación de verdad.

Hubo un silencio breve al otro lado.
Luego aceptó.

Colgué con una mezcla de alivio y vértigo.
Sentí que, por primera vez en mucho tiempo, estaba haciendo algo que debía hacer.

Esa tarde, mientras me duchaba antes de verla, pensé en Elo.
En lo mucho que me gustaría que supiera que lo hacía por ella.
Por nosotros.

No para volver a empezar enseguida, sino para poder hacerlo bien.
Sin fantasmas, sin pasado arrastrando los pies.

Porque, si había aprendido algo de estos diez días sin ella, era que no quería un amor cómodo.
Quería uno que me revolviera todo por dentro.
Y ese amor tenía su nombre.
Elo.

Nos vimos en una cafetería del centro, una de esas con mesas de madera, olor a café recién molido y música de fondo que suena lo justo para no tener que llenar los silencios.
Ella llegó unos minutos tarde, como siempre.
Llevaba un abrigo gris y el pelo suelto, igual que la primera vez que la vi, pero algo en su mirada era distinto.
Quizás porque, esta vez, no buscaba enamorar a nadie.

—Hola, Leo —dijo, con una sonrisa cansada.
—Hola, Flor.



#1684 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

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