Los días pasaban raros.
Algunos se me escapaban de las manos, veloces, llenos de entregas, clases, artículos y cafés olvidados en el microondas.
Otros, en cambio, se estiraban eternos, como si el reloj tuviera ganas de torturarme.
Era como vivir en un bucle de productividad selectiva:
avanzaba con todo… menos con lo de Leo.
Ya habían pasado casi tres semanas desde aquella noche.
Tres semanas sin mensajes, sin llamadas, sin “te echo de menos”.
Solo silencio.
El tipo de silencio que no se oye, pero que se siente en la piel.
En las cenas con Mara y Andrés, cuando el vino ya empezaba a hacer efecto, él soltaba cosas como:
—Leo anda liado con un proyecto nuevo.
O:
—El otro día estuvo en casa de sus padres, parece que le fue bien.
Detalles tontos, sin importancia. Pero a mí me bastaban para imaginarlo.
Y, claro, en cuanto lo hacía, todo se me revolvía por dentro.
Por suerte, o por pura necesidad, tenía demasiado en qué ocupar la cabeza.
Estaba con los últimos exámenes, a punto de terminar la carrera, y acababa de empezar mis prácticas en El País.
Casi nada. Un sueño, sí, aunque un sueño agotador.
La redacción era un pequeño caos de periodistas con prisas, teléfonos que no paraban de sonar y olor a café rancio.
Yo me pasaba el día frente al ordenador, corrigiendo titulares o reescribiendo párrafos de otros.
Nada glamuroso, pero me hacía sentir que formaba parte de algo grande.
Y ahí apareció Federico.
El nuevo editor de la sección joven.
Treinta y pocos, camisa arremangada, barba de dos días y esa mirada de quien escucha de verdad.
Tenía un aire tranquilo, de esos que descolocan más que cualquier arrogancia.
La primera vez que me habló fue un martes, justo cuando la impresora decidió morirse.
Yo estaba medio agachada, intentando arreglarla sin electrocutarme, cuando escuché una voz detrás de mí:
—No te metas ahí, que no quiero tener que explicarle a Recursos Humanos por qué una becaria se ha prendido fuego el segundo día.
Me giré, roja hasta las orejas.
—No me iba a prender fuego. Bueno… no a propósito.
Él sonrió, con esa calma que da rabia.
—Eloísa, ¿verdad?
—Elo —corregí enseguida—. Lo de “ísa” suena a nombre de telenovela antigua.
—Perfecto, Elo. —Me tendió la mano—. Federico. Bienvenida al caos.
Con el paso de los días, Federico empezó a darme más notas para editar.
A veces se quedaba detrás de mí, leyendo en silencio, y soltaba comentarios como:
—Esto está bien, pero le falta un poco de ti.
—¿De mí? —pregunté una vez.
—Sí, menos perfecta, más viva. Como cuando discutes.
—Ah, o sea que quieres que parezca que estoy enfadada.
—Si eso te hace escribir mejor, adelante.
Me reí. Hacía tiempo que nadie me retaba así.
De a poco, el trabajo en El País se convirtió en un refugio.
Entre titulares, cafés y deadlines, conseguía olvidarme un rato de todo.
Hasta que llegaba la noche.
Hasta que veía alguna foto del grupo que mandaba Mara, con Andrés sonriendo y Leo al fondo, medio desenfocado, como si ni el móvil se atreviera a traerlo del todo de vuelta.
Entonces volvía el vacío.
Ese hueco que no se llena con trabajo ni con risas.
Un viernes, justo antes de irme, Federico se acercó a mi escritorio.
—Buena nota la de hoy —dijo—. Crítica, directa. Se nota que tienes algo que decir.
—Gracias —contesté, cerrando el portátil—. Supongo que tuve un buen día.
—O uno malo —añadió, con una media sonrisa—. Los malos días hacen mejores textos.
—Entonces voy a escribir mi obra maestra pronto —bromeé.
Él rió, bajito.
—El equipo va a tomar algo más tarde. ¿Te vienes?
Pensé en decir que no. En volver a casa, ponerme la playlist de “dramas modernos” y comer cereales en el sofá.
Pero había algo en su tono, tan natural, que me hizo decir que sí.
—Una copa —aclaré.
—Eso dicen todas —respondió, divertido.
Decidí ir, no porque tuviera ganas de fiesta, sino porque estaba harta de escucharme pensar.
El bar quedaba a dos calles de la redacción, uno de esos sitios donde el suelo pegajoso convive con el jazz ambiental y los camareros parecen salidos de una peli indie.
Había velas en las mesas, luces cálidas, y un leve olor a vino tinto y desilusión colectiva.
El combo perfecto para un grupo de periodistas.
Federico ya estaba allí, riéndose con dos redactores veteranos y una chica de fotografía que no paraba de hacer stories.
En cuanto me vio entrar, levantó la mano.
—¡Elo! Has sobrevivido al cierre —bromeó.
—Por los pelos —dije, colgando el abrigo—. Creo que tengo café en la sangre en lugar de glóbulos rojos.
—Periodismo en vena —sonrió—. Si no te mata, te da un titular.
Pedí una copa de vino blanco (error, siempre me sube enseguida) y me senté frente a él.
Federico hablaba con esa calma imposible, como si el resto del mundo no existiera.
Me preguntó por la facultad, por lo que quería hacer después, por mi blog… Y por un momento, todo fluyó.
Hasta que mencionó lo de siempre:
—¿Y tu novio qué dice de que trabajes tanto?
Sonreí con un poco de torpeza.
—No tengo novio.
—¿De verdad? No me lo creo. —Alzó una ceja—. Tienes pinta de tener a medio campus escribiéndote poemas.
—Tengo pinta de desastre funcional —respondí riendo—. Y, por cierto, los poetas son peligrosos.
—¿Por experiencia propia?
—Digamos que he aprendido que las metáforas no abrigan.
Él me miró unos segundos, como intentando descifrar algo.
—Alguien te rompió el corazón.
—No, no —reí, con ese tono que solo usan las personas a las que sí se lo rompieron—. Solo fue un pequeño terremoto emocional.
—¿Y sobreviviste?
—Mira, estoy aquí, bebiendo vino barato. Eso cuenta como supervivencia, ¿no?
—Cuenta como heroísmo.
Le sonreí, agradeciendo el intento de ligereza.
Pero mientras hablábamos, mi mente, traidora como siempre, decidió proyectar el tráiler de Leo y yo: la versión extendida.