Habían pasado tres semanas desde aquella conversación con Florencia.
Y aunque el reloj del mundo siguiera girando como si nada, yo tenía la sensación de estar detenido en mitad de la vida.
Durante los primeros días, todo fue silencio.
No el silencio cómodo, sino ese que pesa, el que te acompaña incluso cuando hay gente alrededor. No era tristeza, ni alivio. Era más bien una especie de vacío, una tregua incómoda entre lo que había sido y lo que aún no sabía cómo empezar.
Florencia y yo habíamos cerrado el capítulo sin gritos, sin escenas, sin reproches.
Fue una charla serena, casi fría, como si los dos hubiéramos agotado todas las palabras antes de llegar allí.
Y, sin embargo, cuando me marché, sentí algo parecido a la paz.
No era felicidad, ni siquiera alivio total. Era esa extraña sensación que te queda cuando haces lo que debías, aunque duela.
Por fin había cerrado la puerta, de verdad.
Los primeros días después de aquello, mi rutina siguió su curso.
Las mañanas en la universidad eran iguales que siempre: aulas ruidosas, debates interminables, alumnos que confundían teoría social con filosofía barata. Preparaba las clases, corregía trabajos, ayudaba al profesor titular con los grupos de discusión.
Por fuera, todo funcionaba.
Por dentro, era otra historia.
A veces me sorprendía hablando sobre alienación, estructura social o el sentido del cambio, mientras pensaba en Elo.
Porque sí, podía citar a Marx o a Weber con absoluta coherencia, pero bastaba con que su nombre cruzara mi cabeza para que todo lo demás se volviera ruido.
Y era ridículo.
Un ayudante de cátedra hablando de racionalidad y control emocional, pero completamente desarmado por una sonrisa.
Me quedaba en la cafetería del campus después de las clases.
Café solo, apuntes abiertos, mirada perdida.
Veía a los estudiantes pasar: riendo, discutiendo teorías, enamorándose en los bancos de siempre.
Y me daba cuenta de que, de algún modo, yo ya no estaba del todo ahí. Era como mirar la vida desde detrás de un cristal.
Florencia representaba lo predecible, lo estable.
Lo que durante años confundí con amor era, en realidad, costumbre.
Pero también lo que no emociona. Durante los últimos años de nuestra relación ya no había pasión, solo rutina.
Y aunque la conversación con ella fue tranquila, hubo un momento —uno muy breve— en el que vi en sus ojos el reflejo de lo que habíamos sido.
Ella me pidió que lo intentáramos una vez más.
Me habló de lo que compartimos, de los años, de la historia.
Y yo la escuché, con respeto, pero sin temblor.
Porque cuando me dijo “te echo de menos”, no sentí nada.
Y en ese instante supe que no había vuelta atrás.
A veces, cuando coincidía con Andrés o salíamos a cenar con Mara, ella dejaba escapar alguna pista de cómo estaba Elo:
—La vi el otro día, creo que está metida a tope con las prácticas en El País.
O algo tan simple como:
—Le va bien, parece contenta.
Y con eso tenía suficiente para pasarme el resto de la noche dándole vueltas.
Imaginándola corriendo entre pasillos llenos de periodistas, con el pelo recogido y esa expresión concentrada que se le pone cuando algo le importa.
Preguntándome si pensaba en mí, aunque fuera un poco.
Y si el espacio que yo dejé seguía vacío o ya lo había llenado alguien más.
Me prometí no buscarla.
No escribirle.
No convertirme en el cliché del hombre que se arrepiente tarde.
Y, sorprendentemente, cumplí la promesa.
Pero lo que no conseguí fue dejar de esperarla.
Había algo dentro de mí que se resistía a aceptar que lo nuestro terminara así, en silencio.
El trabajo, las lecturas, las reuniones… todo servía para ocupar la cabeza, pero bastaba un momento de calma para que el pensamiento volviera al mismo sitio.
Ella.
Siempre ella.
Las noches eran lo peor.
A veces me sorprendía releyendo nuestros mensajes antiguos.
Los audios que había guardado, sus risas, sus tonterías.
Recordaba cómo se enfadaba cuando la interrumpía, cómo me provocaba solo para verme sonreír.
Y esa vez que se quedó dormida en mi sofá, con mi camiseta puesta y un libro entre las manos.
Era tan fácil amarla, y tan difícil dejar de hacerlo.
Andrés, que me conoce mejor que nadie, no tardó en darse cuenta de que algo no iba bien.
Una noche, después de clase, me dijo:
—Tío, te noto raro. ¿Va todo bien?
Mentí, claro.
Le dije que estaba cansado, que el trabajo en la uni me tenía saturado.
Pero él no compró ni una palabra.
—Te conozco, Leo. Y cuando empiezas a citar a Durkheim en una cena, algo te pasa.
Me reí. Pero tenía razón.
Porque cuando me da por intelectualizarlo todo, es que estoy evitando sentir.
Al día siguiente, me desperté más temprano de lo habitual.
El cielo estaba gris, y el aire olía a lluvia.
Mientras me afeitaba, pensé en lo fácil que era esconderse detrás de las rutinas, fingir que todo iba bien.
Por primera vez en semanas, decidí no hacerlo.
Cogí el abrigo, salí a la calle y caminé sin rumbo por Madrid.
Pasé frente a librerías, bares llenos de gente, parejas compartiendo paraguas.
Y de pronto, al cruzar la Gran Vía, me encontré mirándome en el reflejo de un escaparate.
Parecía tranquilo. Pero en realidad, estaba agotado de fingir tranquilidad.
Esa tarde, de vuelta en la facultad, me detuve en la puerta principal.
El cielo seguía encapotado, un gris que prometía lluvia.
Los estudiantes cruzaban a toda prisa, algunos con paraguas, otros riendo bajo el agua.
Y pensé que hacía tiempo que no me reía así. No desde ella.