El mensaje de Mara seguía ahí, en mi móvil, como una especie de recordatorio pasivo-agresivo de mi propia indecisión.
> “¿Y si simplemente le escribes tú, tía? No se acaba el mundo por eso.”
Lo había leído al menos veinte veces desde que me lo mandó.
Y aunque cada palabra parecía inocente, yo solo podía pensar en lo mismo: ¿Por qué no me escribió él?
Sabía, por Andrés (bendito y maldito Andrés), que lo suyo con Florencia ya había terminado del todo. Sin dramas, sin portazos, sin tragedias griegas. Final adulto, civilizado. Tan civilizado que me daba rabia.
Porque si ya estaba libre, si ya había cerrado ese capítulo...¿por qué no venía a buscarme? ¿Dónde estaba la gran declaración? ¿El mensaje de madrugada? ¿El “no puedo dejar de pensar en ti”?
Nada. Silencio absoluto.
Y lo peor de todo era que, aunque yo fingía haber pasado página, no lo había hecho. Ni de lejos.
Mi vida, en apariencia, seguía avanzando. Entre las prácticas en periódico, los exámenes finales y el caos de la facultad, apenas tenía tiempo para respirar. Dormía poco, comía mal y sobrevivía a base de café y playlists de concentración que, paradójicamente, solo lograban distraerme más.
Mis mañanas empezaban siempre igual: despertador a las siete, ducha rápida, tostadas medio frías y una carrera épica hasta el metro, con el portátil en una mano y el pelo todavía húmedo.
Luego venían los cuarenta minutos de trayecto, ese limbo urbano donde todo el mundo parecía tener su vida más organizada que la mía.
Yo miraba por la ventana, fingiendo ser una periodista seria, cuando en realidad estaba repasando mentalmente las veces que Leo me había mirado a los ojos sin decir nada.
En la redacción, el ritmo era una locura. Teléfonos sonando, teclados golpeando como si cada tecla decidiera el futuro del periodismo, y esa tensión permanente entre la urgencia y la inspiración. Yo me limitaba a observar, aprender y escribir con la esperanza de no meter la pata.
Federico, mi supervisor, pasaba de mesa en mesa con una taza de café siempre en la mano y la mirada de quien no ha dormido en tres días pero lo disimula con elegancia.
—Elo, ¿puedes revisar las cifras del informe de educación antes de las doce? —me pedía con su voz tranquila pero firme.
—Claro, ya casi lo tengo —mentía yo, con la mitad del texto aún en blanco y el cerebro pensando en cualquier cosa menos en cifras.
Porque sí, podía escribir sobre la reforma universitaria, sobre la inflación o sobre los efectos de la inteligencia artificial en el empleo juvenil… pero bastaba con ver una pareja besándose en la cafetería para que mi mente se fuera directa a él.
A veces me odiaba por eso. Por no poder mantener a raya los pensamientos. Por seguir revisando el móvil cada dos horas con la excusa de “mirar el correo del periódico”.
Nunca era el correo.
Por las tardes, después de la universidad, solía quedarme un rato más en la redacción. Decía que era para adelantar trabajo, pero en realidad me gustaba esa calma post-caos: los teclados ya callados, las luces tenues, y ese silencio que te obligaba a escucharte. Ahí era cuando más lo echaba de menos. Cuando el mundo se calmaba lo suficiente como para dejar espacio al recuerdo.
Los fines de semana tampoco ayudaban. Intentaba desconectar saliendo con Mara y Carolina, viendo series, o perdiéndome en librerías de segunda mano, pero siempre acababa cayendo en la misma trampa: buscarlo sin buscarlo. Como si en cualquier esquina pudiera aparecer él, con esa sonrisa que me descolocaba entera.
Y mientras tanto, la vida seguía su curso. Los días se amontonaban, los titulares cambiaban, las prácticas se volvían rutina. Yo iba tachando pendientes en mi agenda, convencida de que estar ocupada era la mejor forma de no sentir.
Pero cada noche, al volver a casa y apagar las luces, la verdad siempre encontraba la forma de colarse:
seguía esperándole, aunque ya no quisiera admitirlo.
El lunes, por ejemplo, tuve que cubrir una rueda de prensa sobre el nuevo plan de becas universitarias. Federico, mi jefe de redacción —ese ser misterioso de camisas perfectamente planchadas y mirada de quien siempre tiene un plan— me felicitó por la nota. Y yo, en un arranque de profesionalismo fingido, sonreí como si no tuviera el corazón hecho una papilla.
—Tienes buen instinto periodístico, Elo —me dijo, mientras revisaba el texto—. Directa, fresca, con ritmo. Eso no se enseña, se tiene.
—Gracias —respondí, intentando no ruborizarme—. Supongo que ayuda tener una vida emocionalmente caótica. Da material.
Él sonrió.
—Entonces no la cambies nunca. El drama personal es el mejor abono para el talento.
“Sí, claro”, pensé. “Hasta que te pasas tres días llorando frente al portátil porque alguien no te contesta.”
A partir de ahí, todo fue una sucesión de días raros.
Momentos en los que el tiempo pasaba demasiado rápido o demasiado lento, sin término medio.
A veces me sentía imparable: escribía, entregaba trabajos, incluso me reía de mis propios dramas con Mara y Carolina en el grupo de WhatsApp. Otras, bastaba con que una canción sonara en el bar o que alguien mencionara su nombre para que se me encogiera el pecho.
Los jueves por la tarde eran mi momento favorito.
El bar de siempre, con sus luces cálidas y su carta de vinos sospechosamente corta.
Mara llegaba la primera, como buena controladora social del grupo.
Carolina siempre aparecía diez minutos tarde, con un vestido precioso y la excusa perfecta.
Y yo… yo fingía estar estupenda.