Llevaba días con la idea de escribirle a Elo.
Bueno, “días” era una forma amable de decirlo.
En realidad, llevaba semanas con esa idea rondándome la cabeza como una mosca pesada, de esas que no se van por mucho que agites la mano.
No era una idea nueva ni brillante, más bien un déjà vu emocional que se repetía cada noche justo antes de dormir.
Siempre la misma escena: yo, tumbado boca arriba, el techo mirándome con cara de “ya otra vez con esto”, el móvil en la mano, el chat abierto.
Escribía algo tipo “¿cómo estás?”, lo leía, lo borraba, lo volvía a escribir, añadía un emoji (el de la carita medio sonriente, ese que parece inocente pero es pura ansiedad), lo quitaba, suspiraba y acababa bloqueando el móvil bajo la almohada como si así pudiera esconder mi propia indecisión.
Porque sí, quería hablar con ella.
Quería saber si seguía durmiéndose escuchando música, si aún tomaba café con leche doble de espuma o si había encontrado un nuevo rincón donde refugiarse cuando todo le superaba.
Pero también me daba miedo.
Miedo a parecer un idiota, miedo a remover lo que quizá ya estaba tranquilo.
Miedo a que ella, simplemente, ya no quisiera saber nada de mí.
Había pasado más de un mes desde que terminé con Florencia.
Y aunque esa parte de mi vida estaba oficialmente cerrada —archivada en la carpeta mental de “relaciones que no funcionaron pero te hicieron madurar”—, lo de Elo seguía ahí, flotando en el aire como una canción que no sabes cómo acaba.
Esa que pones en bucle, porque te da miedo que llegue el silencio después.
Los días pasaban entre clases, correcciones y cafés rápidos en la facultad.
Mi trabajo como ayudante de cátedra en Sociología me gustaba, pero últimamente todo me parecía… plano.
Daba las prácticas de teoría social, preparaba debates sobre alienación y estructura, escuchaba a los alumnos discutir sobre Marx como si fuera un influencer.
Y mientras ellos hablaban de desigualdad, yo pensaba en la mía:
la de seguir atado a una historia que ni siquiera sabía si existía todavía.
A veces me pillaba haciendo analogías absurdas.
Elo era como el cambio estructural que nunca llega, la variable no controlada, el fenómeno que te rompe la estadística.
Y ahí me tenías, un sociólogo en prácticas, diseccionando sus sentimientos con el mismo rigor que una encuesta.
Patético, pero funcional.
Intentaba distraerme.
Andaba mucho, salía a correr por el Retiro con los auriculares a todo volumen, leía libros que no terminaba, veía series que no recordaba.
Pero siempre acababa igual: mirando el móvil, esperando algo que no llegaba.
Un mensaje, una señal, un “hola” casual.
Andrés decía que estaba fatal.
—Tío, se te nota en la cara —me soltó un día en la cafetería—. Pareces un personaje de peli francesa, de esos que miran por la ventana con tristeza mientras llueve.
—Qué exagerado eres —le respondí entre risas, aunque sabía que tenía razón.
—Exagerado no, realista. Te hace falta una noche de fiesta, de esas sin pensar en nadie, ni en “ella”, ni en “nosotros”, ni en “el destino”.
—No pienso en el destino.
—Claro, claro… —dijo, con ese tono que usaba cuando sabía perfectamente que sí lo hacía.
Y tenía razón otra vez.
Porque sí, pensaba en el destino. En si había alguna lógica cósmica que justificara que Elo y yo nos hubiéramos cruzado justo cuando no tocaba.
O si todo había sido una coincidencia más, de esas que se pierden en el calendario.
Por las noches, al volver a casa, solía quedarme un rato en el balcón, cerveza en mano, mirando las luces de Madrid.
Me gustaba imaginar que, en algún lugar de la ciudad, ella también estaba mirando el cielo, quizá pensando lo mismo.
Era una idea absurda, lo sé, pero tenía algo de consuelo.
El piso olía a café y libros.
A veces ponía música —The National, porque soy un cliché con patas— y me dejaba arrastrar por esa melancolía suave que no llega a tristeza, pero tampoco te deja tranquilo.
Había algo bonito en ese caos silencioso.
Como si todo estuviera suspendido, esperando a que uno de los dos se decidiera a dar el siguiente paso.
Era curioso cómo podía cerrar una historia de años sin apenas dolor, y en cambio seguir anclado a una que apenas duró unos meses.
Supongo que la diferencia estaba en la intensidad.
Florencia fue estabilidad.
Elo, un terremoto.
Y, aunque sabía que el terremoto siempre deja ruinas, seguía echando de menos el temblor.
Así que sí, llevaba días —semanas, meses— con la idea de escribirle a Elo.
Pero cada vez que me acercaba al botón de “enviar”, una parte de mí retrocedía.
Porque sabía que, una vez lo hiciera, nada volvería a ser igual.
Y aún no sabía si estaba preparado para que todo volviera a empezar… o para asumir que se había acabado del todo.
acepté su propuesta. Viernes por la noche, salida con el grupo de siempre: él, Nacho, Dani y unos cuantos más.
Plan básico: cervezas, risas y, según Andrés, “recordar que hay vida más allá de las historias inconclusas”.
Llegamos a un bar nuevo cerca de Lavapiés, de esos con luces tenues, música indie y demasiados tipos con bigote pretendiendo ser interesantes.
Nos sentamos en una mesa alta del fondo, pedimos la primera ronda y dejamos que la conversación fluyera entre trabajo, series y anécdotas absurdas.
—¿Sabes quién me escribió? —dijo Nacho, con ese aire misterioso que siempre le precedía.
—Por favor, no empieces con tus conquistas del gimnasio —dijo Dani.
—No, tío, peor: mi ex. La de la mudanza infernal.
—¿La de los gatos? —preguntó Andrés.
—Esa misma.
—Corre, huye —dije riendo—. Esa mujer casi te mata de alergia.
—Ya, pero tiene algo...
—Sí, gatos —añadí, y todos estallaron a carcajadas.