Nunca pensé que volvería a sentarme frente a Leo.
Mucho menos en una cafetería con luces tenues y olor a café tostado, como si el universo tuviera un extraño sentido del humor.
Durante los primeros minutos hablamos de cualquier cosa: del karaoke, del grupo, de la música horrible que sonaba en el bar. Todo menos de nosotros.
Él se veía más tranquilo, aunque sus manos seguían moviéndose con ese nerviosismo que conocía de memoria.
—¿Y tú? —preguntó al fin—. ¿Cómo has estado?
—Bien… supongo —respondí, encogiéndome de hombros—. Mucho trabajo, demasiadas reuniones, y algún que otro karaoke para sobrevivir.
Él sonrió.
—Sí, he oído algo de eso. Andrés me lo contó.
—¿Andrés? —le miré divertida—. Así que tenías espías.
—Digamos… fuentes cercanas —replicó, levantando las cejas con una media sonrisa.
—Pues que sepas que no eres el único —dije, apoyando los codos sobre la mesa—. Yo también me enteraba de tus cosas por Andrés.
Leo soltó una carcajada suave.
—Qué desastre. Nuestro pobre amigo haciendo de mensajero emocional sin cobrar nada.
—Totalmente —asentí riendo—. Entre los dos le tuvimos frito.
Nos miramos y la risa se fue transformando en algo más suave, más cálido. Como si por un momento volviéramos a reconocernos, a recordar lo bien que nos entendíamos incluso sin hablar demasiado.
—Por cierto, ¿qué tal van las prácticas? —preguntó, inclinándose un poco hacia mí—. Andrés me dijo que estabas en El País.
—Sí —respondí, notando cómo se me escapaba una sonrisa—. Bastante bien, la verdad. Al principio fue un caos, mucho café, poco sueño y demasiadas correcciones, pero ya le estoy pillando el ritmo. Estoy en la sección de Cultura, rodeada de gente que vive por y para las palabras. Es… no sé, un poco agotador, pero también mi sueño hecho realidad.
—Suena genial —dijó, y me hizo sonreír.
—Lo es—Me encogí de hombros, divertida—. Entre redactores que hablan en titulares y editores que se creen poetas malditos, nunca te aburres. Pero aprendo muchísimo. Me gusta.
Él asintió despacio, y por un segundo me pareció que su expresión se ablandaba.
—Sabía que te iría bien. Siempre fuiste de las que consiguen lo que se proponen.
—No siempre —murmuré, jugando con la cucharilla—. Pero se intenta.
Y entonces, sin pensarlo demasiado, solté la pregunta que llevaba semanas rondándome por dentro:
—Leo… ¿por qué no me llamaste?
Él levantó la mirada, sorprendido al principio, y luego simplemente suspiró. Se pasó una mano por el pelo, como si buscara las palabras adecuadas, y por un momento pensé que iba a esquivar la pregunta. Pero no lo hizo.
—Porque soy un idiota —dijo al fin, sin rodeos.
Me reí, aunque no había nada gracioso.
—Bueno, eso ya lo sabías. Pero… ¿por qué de verdad?
—No lo sé. —Se encogió de hombros, pero su tono era sincero—. Quise hacerlo mil veces. Te juro que tuve el teléfono en la mano más de una noche. Pero cada vez que lo intentaba… me frenaba. Te veía tan decidida cuando te marchaste, tan segura de lo que querías, que pensé que lo mejor era dejarte espacio. Que si de verdad me necesitabas, serías tú quien me buscaría.
—¿Y eso te parecía justo? —pregunté, alzando una ceja.
—No. Pero me parecía lo menos egoísta. —Hizo una pausa, bajando la voz—. Y también tenía miedo, Elo. De que me colgaras, o peor… de que me hablaras con esa calma tuya que duele más que cualquier grito.
Me quedé en silencio, sin saber si quería abrazarle o tirarle el café encima. Él me miró con una mezcla de torpeza y ternura, los codos apoyados en la mesa, como si todavía buscara una forma de arreglar algo que ni él mismo sabía cómo romper.
—Fui un cobarde —añadió entonces, casi en un susurro—. Lo sé. Me asusté, Elo. Con todo lo que estaba sintiendo. No lo vi venir, y cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde.
Tragué saliva, sin atreverme a moverme.
—Apenas terminé de hablar con Florencia, apenas pusimos punto final a lo nuestro… lo primero que pensé fue en ti —confesó, mirándome directamente—. En que lo hacía por ti. Porque, aunque no sabía qué iba a pasar, tenía claro que no quería seguir mintiéndome.
Sentí que el aire del local se volvía más denso. Él siguió mirándome, con esa sinceridad que duele porque llega tarde, porque ya no hay vuelta atrás.
—Y, aun así… —añadió con una sonrisa amarga—, no tuve el valor de ir a buscarte.
Me quedé unos segundos callada, procesando cada palabra como si intentara ordenarlas dentro de mí. Había una parte —la más terca, la más dolida— que quería decirle “demasiado tarde”. Pero la otra, la que aún temblaba cada vez que lo miraba, no podía fingir indiferencia.
—Vaya… —murmuré, intentando sonar ligera, aunque la voz me salió más suave de lo que quería—. O sea que todo este tiempo estabas ahí, pensando en mí… pero decidiendo que lo mejor era no hacer nada.
—Sí —admitió él, con una media sonrisa culpable—. Básicamente, eso.
—Qué estrategia tan brillante, Leo. Muy de manual.