No recuerdo cuánto tiempo estuve quieto después de besarla. Quizá fueron segundos, quizá horas. Solo sé que el mundo se detuvo. El ruido de la calle, las luces, el aire frío de la noche… todo se volvió lejano, insignificante. Solo existía ella. Su boca, su respiración, el temblor leve que me recorrió cuando la sentí responder.
Elo.
La misma Elo que me quitaba el sueño, que había intentado borrar de mil formas, y que, en cuanto la tuve otra vez entre mis brazos, me hizo entender que no servía de nada fingir.
Cuando se separó apenas un instante, la vi cerrar los ojos, como si necesitara comprobar que aquello era real. Y yo también.
—Leo… —susurró, pero no terminó la frase. Y no hizo falta.
Nos miramos un segundo más, y lo siguiente fue inevitable. Entramos en su edificio casi sin hablar, entre risas nerviosas, respiraciones atropelladas y esa mezcla de urgencia y ternura que solo aparece cuando dos personas se reencuentran después de haberse echado tanto de menos.
La puerta del piso se cerró tras nosotros, y el silencio fue distinto: íntimo, cargado de electricidad. Ella dejó el bolso sobre una silla, se giró hacia mí, y nos quedamos ahí, frente a frente, sin saber muy bien si reírnos o besarnos otra vez. Terminé eligiendo lo segundo.
Y cuando la abracé, cuando sentí su cuerpo encajando contra el mío como si nunca se hubiera ido, supe que estaba perdido. No había manera de retroceder.
Era ella. Siempre había sido ella.
Los minutos se desdibujaron. Todo lo que vino después —los besos, las caricias, los silencios que decían más que cualquier palabra— fue una especie de regreso a casa. No por el lugar, sino por la sensación: la de haber estado buscando algo sin saber qué, hasta que lo encuentras y todo encaja.
No era solo deseo, aunque lo había. Era esa mezcla rara de alivio y vértigo, de reconocerse en la piel del otro y entender, al mismo tiempo, que el tiempo no lo había borrado, solo lo había dejado esperando.
Cuando al fin el mundo volvió a moverse, ella tenía la cabeza apoyada en mi pecho y yo jugaba con un mechón de su pelo, sin atreverme a romper el silencio. El reloj marcaba alguna hora absurda de la madrugada, pero ninguno parecía dispuesto a dormir.
—No pensé que esto volvería a pasar —susurró Elo, sin levantar la vista.
—Yo tampoco —admití, bajando la voz—. Pero no quiero pensar demasiado en eso ahora.
Ella asintió, y durante un largo rato no hubo más palabras. Solo su respiración, cálida y tranquila, y esa certeza serena de que, al menos por esa noche, todo volvía a su sitio.
Y yo, con una mano sobre su espalda, solo pude pensar en una cosa: que si el destino me daba otra oportunidad con ella, esta vez no pensaba dejarla escapar.
Ella dormía entre mis brazos, respirando despacio, con la cabeza apoyada en mi pecho. Durante un rato solo me quedé ahí, sin moverme, observando cómo un mechón de su pelo se le pegaba a la mejilla. Era la imagen más tranquila que había visto en mucho tiempo.
Y entonces me di cuenta: todo el ruido de los últimos meses —las dudas, el miedo, Florencia, los silencios, las noches en las que intenté convencerme de que lo nuestro era pasado— se había desvanecido. Todo se había ordenado sin que yo hiciera nada. Como si el universo hubiera estado esperando este momento exacto para decirme: era por aquí, idiota.
La acaricié con cuidado, recorriendo con la yema de los dedos la curva de su hombro, su cuello, el contorno de su rostro. No quería despertarla, pero no pude evitarlo. Elo se movió ligeramente, soltando un murmullo entre sueños antes de abrir los ojos.
—¿Qué haces despierto? —susurró, con la voz aún dormida.
—Mirarte —respondí, sin pensarlo.
Ella sonrió, de esa forma que me desarma por completo.
—Deberías dormir —dijo, intentando sonar seria.
—No puedo —confesé—. Tengo miedo de cerrar los ojos y que esto desaparezca.
Elo se incorporó un poco, apoyando la mano en mi pecho.
—No va a desaparecer —dijo, tan segura que me dolió un poco de emoción.
Me incliné hacia ella, rozando su frente con la mía, respirando el mismo aire.
—No sabes cuánto te he echado de menos —murmuré—. Cada día, cada noche… todo el tiempo.
Ella me miró en silencio, y sus ojos lo dijeron antes que sus labios.
—Yo también te he echado de menos, Leo.
Y entonces, después de meses de palabras guardadas, la escuché decirlo.
—Te quiero.
No era un “te quiero” de costumbre, ni de rutina. Era uno de esos que salen cuando ya no puedes contenerlos, cuando el corazón decide hablar antes que la cabeza.
Me quedé mirándola, intentando memorizar ese instante, su voz, el temblor leve con el que lo dijo.
—Dímelo otra vez —susurré, apenas audible.
Elo sonrió, se acercó un poco más, y volvió a decirlo, más despacio, como si quisiera grabarlo en el aire:
—Te quiero.
La besé entonces, sin prisa, sin miedo, con esa certeza tranquila de quien por fin ha encontrado su sitio.
Esa noche no existió el pasado ni el futuro. Solo nosotros, el presente, y el eco suave de nuestras respiraciones mezclándose entre besos, como si el mundo entero se hubiera reducido a esa habitación.