Otra vez tú

Capítulo 51 - Elo

La noche anterior a la mudanza no dormimos casi nada. No porque estuviéramos nerviosos, sino porque todo lo que había pasado en los últimos días parecía demasiado grande como para cerrar los ojos y dejarlo pasar. Había algo casi simbólico en aquel desvelo: una especie de tregua antes del cambio. Leo estaba en la cocina, en pijama, preparando café a las dos de la mañana, como si eso fuera lo más lógico del mundo. Llevaba el pelo despeinado, la camiseta arrugada y esa expresión tranquila que siempre aparecía cuando el resto del mundo dormía.

Yo me quedé apoyada en el marco de la puerta, observándole en silencio. Tenía las luces de la encimera encendidas, y el vapor del café dibujaba una especie de halo entre nosotros. Era una imagen sencilla, pero me removió algo. Esa mezcla de ternura y vértigo que me producía solo verle hacer algo tan cotidiano.

—¿Sabes que mañana a esta hora ya no tendré este piso? —dije, con media sonrisa.
Él se giró con la taza en la mano, somnoliento pero sonriente.
—Tendrás otro. Con mejores vistas. —Hizo una pausa y bajó un poco la voz—. Y conmigo dentro.
No pude evitar reírme, aunque sentí cómo algo se me apretaba dentro del pecho. Caminé hasta él y le abracé por la espalda.
—Tú y tu manera de hacer que todo parezca fácil.
—No es fácil —respondió, apoyando su mano sobre la mía—. Pero quiero intentarlo cada día.

Nos quedamos así, sin decir mucho más, solo respirando juntos mientras el olor del café se mezclaba con el de la noche. Había una calma extraña, de esas que solo aparecen cuando todo empieza a encajar. En algún momento, me giró hacia él y me besó despacio, como si también quisiera memorizar ese instante antes de que empezara todo lo nuevo. No hizo falta decirlo: los dos sabíamos que, a su manera, esa noche también era una despedida.

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A la mañana siguiente, el caos se instaló oficialmente en mi salón. Cajas, bolsas, plantas, una lámpara que ya había sobrevivido a tres mudanzas y un gato que no era mío y que nadie supo muy bien de dónde había salido. Andrés y Nacho estaban desmontando la mesa con una actitud sospechosamente competitiva, mientras Mara y Caro se reían sentadas entre pilas de libros. Leo iba de un lado a otro con una camiseta vieja y una sonrisa que no se le borraba ni con el polvo del cartón.

—Esto parece una mudanza colectiva —bromeó Mara, alzando un cojín—. Solo falta que nos vayamos todos con vosotros.
—Por favor, no le des ideas —dijo Leo, señalándome—. Que es capaz.
Le lancé una mirada de advertencia mientras le pasaba una caja etiquetada con mi letra: libros, frágil, no tocar sin permiso.
—Esa es la caja sagrada —anuncié.
—La que va en el asiento delantero, entonces —respondió él, guiñándome un ojo.

La mudanza fue una coreografía imperfecta pero feliz. Caro se encargó de la playlist (por supuesto, una mezcla imposible de reguetón, indie y The Beatles), Nacho trajo empanadas “por si nos desmayábamos de hambre”, y Andrés se dedicó a sacar fotos de todo el proceso, asegurando que necesitábamos “documentar el fin de una era”.
—Fin de una era —repitió Mara, emocionada—. Empieza la era Leo.
—La era “otra vez Leo”, querrás decir —la corregí, entre risas.
Leo me escuchó y se giró con esa expresión suya de no saber si reír o ponerse rojo.
—Eh, que yo no obligo a nadie a mudarse conmigo, ¿eh? —protestó, fingiendo inocencia.
—No hizo falta —le respondí, mirándole directamente—. Ya estaba medio mudada sin darme cuenta.

Él sonrió, y durante un instante el ruido de cajas, risas y muebles desapareció. Solo quedamos nosotros, en medio de todo aquel caos, sabiendo sin decirlo que eso —esa mezcla de desorden y promesa— era justo lo que queríamos.

Cuando por fin llegamos a su piso —nuestro piso, pensé, y la palabra me dio un escalofrío agradable—, el sol entraba a raudales por las ventanas. El salón estaba lleno de cajas, y el aire olía a pintura nueva y a promesas pequeñas. Mara y Caro empezaron a colocar las plantas como si fueran diseñadoras de interiores. Nacho y Andrés descifraban las instrucciones de un mueble de Ikea con cara de trauma.

—¿Sabes que esto tiene más piezas que un avión? —gritó Andrés desde el suelo.
—Por eso os invité, para entreteneros —respondí desde la cocina, riéndome.
Leo se acercó y me pasó una taza de café.
—Primer café de casa nueva.
—Brindemos —dije, levantándola—. Por las mudanzas, las segundas oportunidades y los hombres que saben hacer café a las dos de la mañana.
—Y por las mujeres que se mudan con ellos sabiendo perfectamente a lo que se exponen.
Nos miramos, y esa complicidad silenciosa bastó.

El resto del día pasó entre risas, cajas abiertas y canciones a medio cantar. Hubo pequeños momentos que se me quedaron grabados: Mara colgando fotos nuestras en el corcho, Caro bailando con la aspiradora, Leo pasando el brazo por encima de mis hombros como si no pudiera evitarlo. Nacho derramando café sobre una caja, Andrés gritando “¡esto no entra!” cada dos minutos.

Por momentos, el piso parecía una escena sacada de una comedia romántica en pleno rodaje: caótico, divertido, y con un tipo con ojos grises que me miraba de una forma que convertía cualquier ruido en música.

En un instante de respiro, me apoyé contra la pared y lo observé. Leo estaba riéndose con Andrés por alguna tontería, y pensé en lo lejos que habíamos llegado. En todo lo que habíamos tenido que romper para volver a encontrarnos. Había algo increíblemente hermoso en esa normalidad. En el hecho de estar ahí, compartiendo una pizza fría y cajas medio vacías, después de haber creído tantas veces que lo nuestro era imposible.



#454 en Novela romántica

En el texto hay: risas, amor, coqueteo

Editado: 04.11.2025

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