El invierno en Madrid siempre me ha parecido una estación caprichosa: fría por fuera, pero con una luz dorada que se cuela por las ventanas como si se empeñara en recordarte que el sol sigue ahí. Aquella tarde, cuando empujé la puerta del piso, traía todavía el olor del café del periódico pegado a la bufanda y las manos heladas por el viento. Dejé las llaves sobre la mesa, junto a una pila de libros, y me descolgué el bolso con ese suspiro que solo se suelta cuando una llega a casa.
—¿Leo? —llamé, sabiendo perfectamente que estaba ahí.
El sonido del teclado fue su respuesta. Lo encontré en el escritorio del salón, con el mate al lado, la laptop abierta y los auriculares puestos. Tenía el ceño levemente fruncido, como siempre que corregía trabajos de sus alumnos. Se había dejado crecer un poco la barba y llevaba esa camisa azul que le quedaba indecentemente bien. Me apoyé en el marco de la puerta y me quedé observándole en silencio, con esa mezcla de ternura y orgullo que me nacía solo de verle así, tan concentrado, tan suyo.
—¿Estás haciendo otra vez esa cosa de quedarte mirándome sin decir nada? —preguntó sin girarse, sonriendo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque siento los ojos en la nuca —respondió, quitándose los auriculares y girándose hacia mí.
Me acerqué despacio y apoyé la barbilla sobre su hombro. En la pantalla, un documento lleno de comentarios y subrayados en rojo ocupaba toda la vista.
—¿Pobres alumnos o pobres correcciones? —pregunté.
—Pobres alumnos —respondió, riendo—. Me temo que hoy no aprueba nadie.
—Eso dices tú siempre, y luego les acabas poniendo notable.
—No todos —protestó, girándose un poco hacia mí—. Solo los que me convencen.
Le quité el mate de la mano y le di un sorbo. Estaba tibio.
—¿Otra vez con esta obsesión? —le pregunté, sonriendo.
—Eh, el mate es cultura, señorita periodista. Desde que Javier me lo enseñó, no hay vuelta atrás.
—Claro, Javier —dije, alzando una ceja—. El argentino más influyente de tu vida.
—Después de ti —contestó rápido, con esa sonrisa de niño pillo que me sigue desarmando.
Me reí, apoyándome en el respaldo de su silla. Desde que había conocido a Javier, un compañero de la facultad, Leo se había vuelto un auténtico fanático del mate. Lo preparaba con una seriedad casi científica y hablaba de las temperaturas del agua como si de eso dependiera el futuro de la humanidad. En la cocina había más yerba que en una tienda naturista, y una repisa entera dedicada a los mates que había ido coleccionando.
—Deberías hacer un artículo sobre esto —le dije, bromeando—: “El sociólogo que se enamoró del mate”.
—O “La periodista que se enamoró del sociólogo que se enamoró del mate” —replicó, acercándose un poco más.
—Demasiado largo para un titular.
—Pero vendería bien.
Y entonces, sin previo aviso, me rodeó la cintura y me atrajo contra él. Su abrazo tenía ese calor que hace olvidar el invierno. Olía a café y a papel, a Leo. Me besó el pelo, la frente, la mejilla… hasta que terminé riéndome contra su cuello.
—¿Qué pasa? —pregunté, al notar que no me soltaba.
—Nada —dijo, hundiendo la cara en mi hombro—. Solo me gusta esto. Que entres, que dejes el bolso tirado, que me mires así. No sé, es como si cada día me recordaras que todo valió la pena.
—¿Incluso mis bufandas llenas de olor a café?
—Sobre todo eso —respondió, sonriendo.
Me apretó un poco más, como si quisiera memorizar la forma exacta en la que encajábamos. Sentí su respiración tranquila en mi cuello y pensé que, al final, todas las rutas torcidas que habíamos tomado nos habían traído justo a ese punto.
—Te amo, Leo —susurré, apenas audible.
Él se quedó quieto un segundo, como si necesitara asegurarse de haberlo escuchado bien. Luego me tomó la cara entre las manos, con esa delicadeza que siempre me desarmaba.
—Dilo otra vez.
—Te amo.
Su sonrisa se volvió lenta, casi incrédula, y me besó como si el mundo se hubiera detenido ahí, en medio del salón, entre las tazas y los apuntes.
—Yo también te amo, Elo. Y no pienso acostumbrarme nunca a escucharlo.
Nos quedamos un rato así, sin prisa, dejando que el silencio nos envolviera. Afuera, Madrid seguía brillando en esa luz de invierno que lo hace todo parecer más real, más nuestro. Leo se apartó apenas para servirse otro mate, y me lo ofreció.
—Sabes que ya me gusta —admití, tomando la bombilla—. Me acostumbraste.
—A eso y a mí —dijo él, con una sonrisa ladeada.
—A ti no sé si uno se acostumbra.
Él soltó una carcajada suave y volvió a abrazarme, sin dejar espacio entre nosotros.
—Entonces mejor no lo pienses mucho —susurró—. Solo quédate.
Y lo hice. Porque aquella tarde, entre risas, mates y besos lentos, entendí que a veces el amor no llega con fuegos artificiales, sino con una taza caliente esperándote al volver a casa.