Nunca imaginé que mi vida acabaría así, atrapado en un departamento, ahogado en mis sueños truncados. Es como si viviera en el cascarón vacío de una existencia que nunca llené por completo, un recordatorio constante de mis fracasos. Cada día es una lucha por sobrevivir a este mundo, pero solo es la resignación disfrazada de rutina.
Mi trabajo como freelancer corrigiendo manuscritos suena más romántico de lo que realmente es, en serio. No tengo una oficina elegante con vista a la ciudad, ni salario fijo o con posibilidades de un ascenso. Lo que tengo es la estabilidad de un castillo de naipes y un viejo escritorio de madera astillado que ha visto mejores días. Mi fiel compañera es una laptop que me regalaron hace ocho años y que parece sostenerse más por la fuerza de voluntad que por otra cosa; si la miras de cerca, verás que tiene más parches de cinta adhesiva que teclas visibles. Cada vez que la enciendo, hace un ruido infernal como de protesta, como si estuviera reprochándome por no poder ofrecerle un retiro digno. El real 'estoy cansado, jefe'.
Mis días pasan uno tras otro en una monótona procesión de correcciones que parecen interminables. Cada palabra que leo, cada error que corrijo, es un paso más hacia un callejón sin salida. La sensación de estancamiento es abrumadora, como si estuviera atrapado en arenas movedizas que me asfixian. El tick-tack incesante del reloj en la pared parece burlarse de mi falta de progreso, cada segundo es un recordatorio cruel de que el tiempo pasa y yo sigo aquí, inmóvil, dando pena.
Lo poco que gano apenas alcanza para cubrir el alquiler de esta pocilga que llamo hogar, algo para llenar el estómago y el paquete básico de internet. Las paredes, de un blanco opaco que alguna vez fue brillante, parecen cerrarse un poco más cada día. El olor a humedad impregna cada rincón, mezclándose con el aroma amargo del café barato que me mantiene funcionando a duras penas.
Es irónico, ¿sabes? Mientras me ahogo en la mediocridad de mi existencia, estoy escribiendo una novela de fantasía. Mis dedos se mueven sobre el teclado, dando vida a héroes con poderes sobrenaturales, inspirados por la rica y vibrante mitología mexicana. Creo un mundo de magia y maravillas, lleno de color y vida, mientras yo me apago en este departamento gris y sin alma. Los personajes en mi cabeza tienen más vida y propósito que yo mismo; sus aventuras y pasiones son un cruel contraste con mi propia existencia trivial. El personaje principal, Víctor, es un guerrero destinado a salvar un reino. Su poder para manipular los cuatro elementos principales y su habilidad en combate, junto a la confianza que desprende a los demás, es un eco doloroso de mis propias limitaciones. Mientras Víctor se enfrenta a su destino con valentía y determinación, yo estoy aquí, paralizado por el miedo y la incertidumbre, destinado a quedarme en este departamento que se siente más como una prisión con cada día que pasa.
La soledad es mi compañera más fiel, una presencia constante que se envuelve a mi alrededor, recordándome que a nadie le importo. No tengo amigos; las pocas conexiones que alguna vez tuve se han desvanecido con el tiempo, erosionadas por mi aislamiento autoimpuesto y mi incapacidad para mantener relaciones, siempre fui así, un jodido antisocial. Mi familia... bueno, mi familia es un caso perdido, una llaga de dolor y decepción que he dejado de intentar curar.
Mi madre murió hace seis años, su vida apagada por una sobredosis de antidepresivos. Aún puedo sentir el peso de su ausencia. La recuerdo sentada en la cocina, con una taza de té entre sus manos temblorosas, sus ojos perdidos en sueños que jamás cumplió. Me pregunto si, en sus últimos momentos, encontró la paz que tanto anhelaba o si, como yo, se sintió atrapada en una vida que no era lo que había imaginado.
Y mi padre... Mi padre sigue vivo, si a eso se le puede llamar vivir. Es un alcohólico, un fantasma de lo que solía ser, un hombre que se ganó el apodo de "el mata perros" por un incidente en su juventud que nunca quise entender del todo. El olor a whisky barato, cerveza y autocompasión que emanaba de él es un recuerdo que no puedo borrar, por más que lo intente. Desde que mamá murió, hice todo lo posible por alejarme de él, y hasta el momento eso había funcionado bien.
Dejé de verlo con frecuencia, preferí construir mi propio mundo entre estas cuatro paredes que volver a ser arrastrado con él. No quiero nada de su vida en la mía, ni siquiera las memorias de los pocos momentos buenos que compartimos. Es más fácil fingir que no existe, que soy un huérfano sin pasado ni futuro.
Hoy, después de trabajar un par de horas corrigiendo un manuscrito de un cliente decido que merezco un descanso. El cansancio mental pesa sobre mí como una losa, cada palabra leída un grano más en la montaña de arena que amenaza con sepultarme.
Me arrastro hasta la pequeña cocina, si se le puede llamar así a este rincón con una estufa que da lástima y un refrigerador que parece sobrevivir por pura terquedad. Me hago algo sencillo de cenar, unos huevos revueltos con lo que queda en el refrigerador: medio tomate marchito y un trozo de queso más duro que bolillo sin guardar. El aroma a huevos fritos llena el apartamento.
Llevo mi triste cena al sofá y pongo una serie en la televisión para sentirme acompañado. Las imágenes parpadeantes proyectan sombras en las paredes, creando la ilusión de movimiento y vida en este humilde y casi vacío espacio. No presto mucha atención a los diálogos; las voces son solo un ruido de fondo que acalla el silencio del departamento y los pensamientos que amenazan con ahogarme.