Otra vida para el Gato

Capítulo 2

Lo primero que siento es frío. Un frío que se cuela hasta mis huesos, quizás causado por las mismas piedras que me rodean. El suelo bajo mí está húmedo y áspero, me pregunto cuántas más personas han estado aquí además de yo. Me pongo de pie lentamente, con los músculos rígidos y doloridos, como si hubiera tomado un descanso bastante largo. El eco de mis propios movimientos resuena en la celda, un sonido hueco y solitario que solo me da una sensación de aislamiento, pienso en mi apartamento, no era muy diferente, pero preferiría estar ahí.

Me toma un momento, tal vez varios, recordar lo que ha pasado antes de terminar en este lugar extraño. Las imágenes llegan en oleadas, cada una más aterradora que la anterior: los dos hombres irrumpiendo en mi apartamento, sus rostros duros mirándome sin compasión, el frío metal de la pistola contra mi sien, el grito ensordecedor del disparo... y luego, la oscuridad. Una oscuridad tan profunda que por un momento pensé que había muerto. No entiendo cómo es que pude sobrevivir, habían apuntado a mi cabeza.

Me quedo quieto, respirando con dificultad, el aire húmedo y pesado llena mis pulmones con cada inhalación. No estoy muerto, al menos no en el sentido que yo entiendo la muerte, ¿o acaso estoy en el infierno? No, no hice algo tan malo en mi vida como para ir a ese lugar. Aunque si lo pienso mejor, no creo en eso. Pero algo no está bien, algo ha cambiado. Hay un peso extraño en mi cuerpo, como si no me perteneciera, como si estuviera habitando la piel de un extraño.

Mis manos, aunque jóvenes y sin las cicatrices y callos que había acumulado a lo largo de los años, se sienten torpes, rígidas, ajenas. Las levanto frente a mi rostro, examinándolas en medio de la poca luz que hay, tratando de reconocer algo, cualquier cosa que me resulte familiar. Nada, ¿acaso es posible?

Con un movimiento casi desesperado, me llevo los dedos al rostro, el tacto de mi piel tampoco me resulta familiar. Se siente diferente, siempre fui cabezón y con la nariz ancha, pero ahora todo parece extraño, y la piel más tersa de lo que recuerdo. Me siento como si alguien hubiera borrado mi identidad y la hubiera reemplazado con la de otra persona.

La idea más lógica, o lo que mi mente considera lógico en este momento, es la primera que cruza mis pensamientos: Estoy en manos de los tipos que me atacaron. Tal vez me han secuestrado y me están manteniendo aquí para venderme. Quizás me van a descuartizar y vender mis órganos. No sería algo inusual en las noticias de México, después de todo, esas cosas pasan todos los días, aunque no salgan en las noticias. Esa posibilidad es aterradora, pero al menos es algo que mi mente puede comprender, un escenario que por horrible que sea sigue las reglas del mundo que yo conozco.

Pero conforme miro a mi alrededor nada encaja con esa teoría. El lugar no tiene el aspecto de una bodega abandonada ni de un escondite improvisado por el cártel mexicano. Es antiguo, con muros de piedra gruesa y fría que parecen haber sido tallados siglos atrás. La celda está iluminada por una luz suave que apenas se filtra por una ventana alta y diminuta, aunque parece más una rendija en la pared. Es como si hubiera retrocedido en el tiempo, lanzado a una época de castillos y mazmorras.

Me acerco a los barrotes tambaleándome un poco, mis piernas se sienten de pollo, débiles y temblorosas, como si no hubieran sido usadas en mucho tiempo. Trato de no sentir pánico, respirando profundamente y enfocándome en cada paso.

—¡Hey! —grito, mi voz ronca y extraña resonando en el eco de la celda vacía. Mierda, tampoco es mi voz— ¿Hay alguien ahí?

Nadie responde, solo el sonido distante de gotas de agua cayendo sobre la piedra rompe el silencio sepulcral. Hay agua, ¿son grutas? Ese sonido, constante y monótono comienza a taladrar mi cerebro, marcando el paso del tiempo en este lugar frío.

Espero, aunque no sabría decir cuánto. El tiempo parece fluir de manera diferente aquí, estirándose como si fuera una entidad viva, marcando el destino de los que pronto estarán muertos, al igual que yo. Finalmente, cuando ya empiezo a pensar que estoy completamente solo, escucho pasos. El sonido avanza por el corredor acercándose poco a poco.

Un hombre aparece desde las sombras del corredor, emergiendo como si fuera parte de la oscuridad misma. Es alto, de hombros anchos y cabello largo que parece no se ha lavado en semanas, porta una sucia armadura de cuero, ¿es el uniforme de los sicarios de hoy en día? Su rostro está marcado por cicatrices y arrugas; sus ojos, hundidos y oscuros me miran con una mezcla de desprecio y diversión, como si yo fuera un animal que está a punto de ser sacrificado en el matadero.

Tiene una bandeja en las manos, el metal oxidado chirría levemente con cada movimiento. El olor de la comida llega hasta mí, una mezcla de aromas que en otras circunstancias podría haber resultado apetitosa, pero que ahora solo me revuelve el estómago.

—Ah, ya te despertaste, mocoso— dice con una voz ronca que parece raspar el aire mismo.

Me entrega la bandeja que pasa por debajo de los barrotes, el metal frío roza mis dedos por un instante.

—Aquí está tu cena. No te acostumbres a que te la traiga, la próxima vez te dejarán el plato en la esquina como el perro que eres.

Ignoro el comentario, mi mente trabajando a toda velocidad. Este es el momento, pienso. Tal vez puedo negociar, preguntar dónde estoy, obtener algo de información que me ayude a entender qué demonios está pasando. Doy un paso hacia él, tragando saliva para humedecer mi garganta seca.




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